La lectura de Petra chérie nos demuestra un par de cosas: en primer lugar, que la afirmación de que estamos viviendo la edad dorada de la novela gráfica, aparte de ser un topicazo, es tan sólo una verdad a medias. Lo segundo que nos demuestra es que, como sucede con tantas cosas en la vida, cuanto más nos adentramos en este casi inabarcable mundo, más nos percatamos de nuestra no menos inabarcable ignorancia. Y la verdad es que la revelación nos llena de alegría, pues si hasta ahora uno ha vivido la mar de contento sin saber de la existencia ahí afuera obras tan entrañables y al mismo tiempo grandiosas como ésta, ¿cuántas otras joyas no estarán esperando a que editoriales como Ponent Mon se lancen a su rescate?
Para ser justos, quizá es precisamente la edición completa de estas historias uno de los factores que empujan a tantos decir que la novela gráfica está viviendo su edad dorada. No obstante, estas historias son al cómic lo que las películas de Orson Welles son al cine, o la música de Miles Davis al jazz. Entiéndase, no son simplemente clásicas, sino que, sobre todo, representan un modo de contar historias, de crear personajes, y de dibujar viñetas que murieron con su creador y que, precisamente por ello, son inmortales.
Fue su creador Attilio Micheluzzi (1930-1990), un hombre de esos que ya no se estilan, lo cual poco nos sorprende después de leer esta obra. Nacido en el seno de una familia militar, polifacético, de gustos refinados, elegante, conservador y extraordinariamente culto, Micheluzzi trabajó durante años como arquitecto en Libia. Tras el golpe de estado del inicuo Gadaffi, decidió volver a su país, Italia, donde empezó su camino como historietista. Las historias de Petra chérie se publicaron mensualmente en la revista Alter alter, y quizá debamos a este modo de publicación su carácter conciso y su ágil ritmo. Micheluzzi era capaz de mostrarnos en un par de viñetas toda la complejidad de sus personajes, y tampoco precisaba de largas secuencias para, en cada historia, plantear el conflicto, mostrarnos su desarrollo y sorprendernos con su desenlace. Con Micheluzzi no hay paja: estamos ante un maestro de la economía en el arte de la narración.
Las comparaciones con su compatriota Hugo Pratt son inevitables. Del mismo modo que a nadie se le escapan los puntos en común entre Petra y Corto Maltés, ambos autores parecen tener la sensación de haber nacido en una época que no les correspondía. Al igual que Pratt, Micheluzzi era un gran nostálgico de aquella Europa hoy desaparecida, aquel mundo de fronteras hoy irreconocibles, en el que, fuera cual fuera la cuasa por la que lucharan, todavía existían los héroes. Así, en estas historias, situadas todas durante la Primera Guerra Mundial, con excepción quizá de las últimas, que más precisamente transcurren durante la Revolución y la Guerra Civil rusas, nos encontramos con personajes como Lawrence de Arabia, que nos narra uno de los episodios más tristes de su aventura entre los árabes, o el legendario Barón Rojo, amén de otros secundarios de tanto empaque como Winston Churchill.
Y así, desde Prusia al Daguestán, pasando por París, Venecia, el Bósforo, Israel o Alepo, el trazo fino de MIcheluzzi, su uso exclusivo de blanco y negro con entintadísimos claroscuros, sus composiciones magistrales, su sutil sentido del humor y su verdadero amor por Petra, a quien tan bien reprende con cariño como advierte de los peligros que la acechan, nos brindan una aventura inolvidable a través de la historia, tanto la de la Gran Guerra como la del cómic. Delicia de coleccionistas.