Abre Bernard Shaw el prefacio de su obra de teatro más representativa, Pigmalión con un apunte mordaz sobre el modo de hablar de los ingleses: “Los ingleses no tienen respeto a su idioma y no quieren enseñar a sus hijos a hablarlo […]. El inglés no suena claro ni para oídos ingleses”. En solo un párrafo, sin tan siquiera subir el telón, se adivina una obra, cuanto menos, crítica, irreverente y llena de matices socioculturales. Pero es que, además, cuando comienzan a pasear personajes por los distintos actos, la obra se vuelve aún más interesante, divertida y emotiva.
Los ingleses suelen tener una habilidad innata para hacer autocrítica. Ya sea de su sociedad, su cultura o su arte, tan afilados son en detalles que no dejan títere con cabeza, aunque eso suponga tener que tirar piedras a su propio tejado. Oscar Wilde, por ejemplo, con su propio ideal de la estética, se despachó con sagacidad e ingenio en sus obras y más directamente en su fabuloso libro La sombra del hombre bajo el socialismo, donde reúne algunas cartas enviadas a periódicos que no supieron entender bien sus obras. En ellas, carga directamente contra la falta de tacto estético de la crítica y la brecha tan descomunal que se abre entre las distintas clases sociales. Algunos de sus cuentos llevan implícita esta moraleja.
Bernard Shaw hace lo mismo en Pigmalión, esta fantástica obra de teatro que he leído a propósito de la lectura de otra obra con la que, salvando las distancias, guarda cierta relación. Vamos por partes.
Pigmalión se inicia en una calle de Londres a la salida del teatro. Un grupo de personas se refugia de la lluvia bajo una arcada mientras esperan a que llegue un taxi vacío. En la espera, Liza Doolitle, una joven florista ambulante, vestida con harapos, choca contra un hombre y pierde todo el ramo al caérsele al suelo. Comienza entre ellos una pequeña discusión. Atento a las voces que dan, otro hombre, el señor Henry Higgins, anota cuanto dicen en una libreta. La peculiar forma de expresarse de la joven florista le llama la atención y recoge todos sus registros con gran interés. Cuando Henry es imprecado por Liza por anotar todo lo que ella dice, Henry le paga el ramo de flores perdido y revela su identidad. Se trata de un afamado fonetista, experto en cientos de lenguas diferentes.
Al día siguiente, Liza se presenta en casa de Henry, el fonetista, para pedirle que le enseñe a hablar correctamente, ya que su sueño es dejar de vender flores por la calle y poder trabajar en una floristería decente. Henry ve en esta situación una importante oportunidad para llevar a cabo su plan, más bien, una especie de juego, de apuesta personal: conseguir en poco tiempo que una chica inculta y analfabeta pueda hacerse pasar por alguien de la alta sociedad. Lo que no tiene en cuenta en ese juego son los sentimientos de Liza.
Jugando con el elemento del mito clásico del que se habla en Las Metamorfosis de Ovidio y del que toma el nombre, Pigmalión, el personaje de Henry Higgins va a esculpir a su propia Galatea, Liza Doolitle, a su modo e interés. No crea de algo inanimado algo animado como ocurre en el mito, pero de algún modo va a dar vida a una nueva identidad otorgándole cultura y una correcta forma de expresarse. Henry, como experto fonetista y fetichista de cuantos registros fónicos y vocálicos se producen entre los humanos, ve en Liza un mineral de incalculable valor para moldear a su gusto. Lo que ella piense, de donde proceda, la vida que le esperará una vez termine con su experimento, le trae sin cuidado. Su único interés pasa por hacer pasar a Liza de analfabeta a culta.
En este detalle se percibe cierta relación con la obra que me llevó de la mano a leer el teatro de Bernard Shaw, y es El señor de Pigmalión, de Jacinto Grau. Hay distancias, obvio, pero el elemento del personaje creado al gusto del demiurgo —Liza con cultura creada por Henry en la obra de Shaw; Pomponina creada por Pigmalión en el teatro de Grau— establece un paralelismo entre ambas. También, ocurrirá la rebelión hacia el creador. Liza, herida por el desprecio que demuestra Henry hacia ella, reclama afecto, y si él es incapaz de dárselo, que al menos le dé la independencia. De él ha aprendido todo sobre fonética; también sobre modales y cultura. Ahora puede abrirse un camino mucho más amplio que el que en un principio se había figurado. Esto es algo con lo que Henry, como creador, no había tomado en consideración, lo que llevará a un excelente acto final.
Como buen crítico, Bernard Shaw aprovecha su texto para dejar en él muestras de su adelantada concepción, ya no solo del teatro, sino de la vida. Defensor de ideales que aún escapaban a su tiempo (la obra se estrenó en 1913) como la reforma del alfabeto, el sufragio femenino y la independencia de las mujeres, son elementos característicos de Pigmalión.
Con fantástica portada representando el mito clásico, Cátedra edita una obra de teatro que me ha dejado un poso buenísimo con una lectura entretenida y emotiva, y que hace que, mientras la lees, sientas la sensación de estar sentado en el patio de butacas frente al reparto de la obra. Muestra inequívoca de que el teatro leído también deleita.