¿Alguna vez os habéis preguntado qué son las palabras? Están ahí, se dedican a existir, pero muy poca gente se plantea de dónde han salido o por qué las utilizamos. Podríamos pensar que ni si quiera son importantes: cuando vamos a un país extranjero cuyo idioma desconocemos, podemos llegar a comunicarnos mediante gestos exagerados (acompañados muchas veces por tonos de voz de unos cuarenta decibelios). No sería tan complicado tener una conversación mediante gestos, sin usar ni una sola palabra. De no existir estas, confeccionaríamos un lenguaje mudo que sería conocido universalmente y que nos permitiría pedir un café sin articular un solo fonema. Pero entonces… no existiría la literatura. No podríamos disfrutar de la ironía, ni de los dobles sentidos. No podríamos leer, ni escribir. Ni si quiera nuestras ciudades tendrían nombres, solo serían un gesto.
Dicen que el español está compuesto por unas trescientas mil palabras y que de media solo hacemos uso del cero coma diez por ciento de ellas. Es decir, una persona española usa normalmente unas trescientas palabras. También dicen que alguien normal supera las diez mil palabras en su vocabulario pasivo, que es el que está compuesto por palabras que conocemos pero que no usamos casi nunca. Las personas consideradas cultas suben la media y usan unas quinientas palabras habitualmente. Mientras que los periodistas usan unas tres mil (o, al menos, deberían). Y, hablando de números, en las obras de Cervantes han llegado a registrarse unas ocho mi palabras. Sin embargo, con la llegada de los móviles, nuestro vocabulario se ha reducido drásticamente. Los SMS nos obligaban a condensar los mensajes en muy pocas palabras, omitiendo letras hasta el punto de que las vocales desaparecían y no eran necesarias para entender el mensaje. Ahora, whatsapp, con sus caracteres ilimitados nos ha dado una tregua y parece que la gente se anima a volver a escribir “normal”. Pero aún queda un largo recorrido por hacer.
No es raro usar diferentes registros dependiendo de con quién estemos hablando. Usamos palabras más o menos cultas en función de la situación en la que estemos. Pero José Luis Fernández Juan rompe con esta teoría y nos demuestra en Pinceladas de Harmonía que siempre es necesario hacer uso del lenguaje tan rico que tenemos. No voy a mentir, he tenido que leer el libro con un diccionario al lado. Muchas palabras no las conocía por la edad que tengo y otras muchas por incultura; pero gracias a él, ya sé lo que significa “epiceno1”. Estoy deseando tener alguna conversación en la que pueda meter disimuladamente esta palabra.
Harmonía es un lugar en el que la gente vive, valga la redundancia, harmoniosamente. Cada uno tiene su labor, su meta. Pero lo mejor es que todos aprenden de todos. Está Lucía la cocinera, Daristóbulo el cuentacuentos o Régulo el carpintero. Todos, descritos en una pincelada, tienen el objetivo de que Harmonía sea un lugar idílico donde vivir, donde las palabras más rebuscadas sean las necesarias para delinear el entorno. Es un libro lleno de luz y de ironía, que juega con los sinónimos y los vocablos, haciéndonos pensar en la belleza de nuestro idioma y de lo afortunados que somos de poder experimentar con él.
Y, aunque este magnífico opúsculo 2 se haga lacónico 3 en nuestras manos, no es asunto baladí 4 el que contienen sus páginas. Trata la viveza de nuestro lenguaje, resucitando vocablos ya postergados 5; demostrando que es factible hacer nacer fuego de las pavesas 6. No sé si los celícolas 7 alcanzarán a observar un arcoíris en blanco y negro —como se propone la pintora de Harmonía—, pero podrán ser testigos de la singularidad y extravagancia de este pequeño pueblo, donde la meta es olvidar los cordojos del corazón y donde lo preponderante es la dicha y la hilaridad. Por eso, sin más explanación por mi parte, he de ensalzar con creces esta obra, que ha conseguido hacer renacer en mí la expectación por la semasiología 9 de este idioma nuestro tan feraz 10, que deberíamos aprender a exprimir sin demora. Y, si en algún momento de este último párrafo habéis tenido la curiosidad de hojear el diccionario, deberéis sumergiros sin más tardanza en el mundo de Harmonía, donde aprenderéis que las palabras significan mucho más de lo que imagináis.
- Epiceno: adj. Gram. Dicho de un nombre animado: que, con un solo género gramatical, puede designar seres de uno y otro sexo; p. ej., bebé, lince, pantera. Del lat. epicoenus, y este del gr. ἐπίκοινος epíkoinos;literalmente ‘común’. Volver al texto
- Opúsculo: m. Obra científica o literaria de poca extensión. Del lat. Opuscŭlum, dim. de opus ‘obra’. Volver al texto
- Lacónico: adj. Breve, conciso, compendioso. Del lat. Laconĭcus, y este del gr. Λακωνικός Lakōnikós. Volver al texto
- Baladí: adj. De poca importancia. Del ár. hisp. baladí, y este del ár. clás. baladī‘del país’. Volver al texto
- Postergar: tr. Hacer sufrir atraso, dejar atrasado algo, ya sea respecto del lugar que debe ocupar, ya del tiempo en que había de tener su efecto. Del lat. mediev. Postergare, der. del lat. post tergum ‘detrás de la espalda’. Volver al texto
- Pavesa: f. Partecilla ligera que salta de una materia inflamada y acaba por convertirse en ceniza. Del lat. vulg. pulvisia y este der. del lat. pulvis ‘polvo’. Volver al texto
- Celícola: m. Habitante del cielo. Del lat. caelicŏla,de caelum‘cielo’ y -cŏla ‘‒́cola’. Volver al texto
- Cordojo: m. desus. Congoja, aflicción grande. Del lat. cordolium ‘dolor de corazón’. Volver al texto
- Semasiología: f. Estudio semántico que parte del signo y de sus relaciones, para llegar a la determinación del concepto. Del gr. σημασία sēmasía‘significación’ y -logía. Volver al texto
- Feraz: adj. Fértil, copioso de frutos. Del lat. ferax, -ācis. Volver al texto