Piscinas vacías ha aterrizado en mi mesa durante el fin de semana más lluvioso en Madrid en meses, después de la semana más encapotada, mientras escuchaba en bucle Carrie & Lowell de Sufjan Stevens, un disco que se mueve entre susurros más que entre acordes. Vaya eso por delante, porque siempre he sido de los que piensan que el ambiente influye en las lecturas. Y así la lluvia, las canciones melancólicas y los ruidos de cañerías viejas han ido empapando la lectura del primer volumen de esta barcelonesa (o eso dice su biografía) y al llegar el domingo y el final del libro no he podido evitar un pequeño escalofrío y cierta desazón que sé que me acompañará durante un tiempo.
También es verdad que Piscinas vacías destila tristeza, de principio a fin. Y eso que es un libro de relatos, con sus altos y sus bajos, sus sorpresas, sus picos y sus valles. Pero amanece triste y cuando se cierra la última página la tristeza sigue ahí, como aquel dinosaurio. Entre medias, una melodía monocorde compuesta principalmente por un puñado de encuentros y desencuentros alrededor de la familia: en casi todos los relatos hay una, y se rompe por alguno de sus lados, o se desgasta o, simplemente, se constata que ya no está allí. Padres con madres, padres con hijas, madres con hijos, abuelos y demás especies familiares. Relaciones que resisten en condiciones paupérrimas junto a aquellas que se hacen trizas, la mayoría de las veces para no dar paso a nada mejor. La vida, tal cual, en un lienzo de sentimientos complejos envueltos en situaciones cotidianas, o viceversa. Tiene mérito que cualquiera que avance suficiente en el libro vaya a darse de bruces tarde o temprano con algo que ha vivido en primera persona, descrito casi al detalle.
Más allá de la tristeza como elemento común y de la familia como eje, el gran protagonista de Piscinas vacías es el amor, la sempiterna falta de un manual de instrucciones para afrontarlo y la práctica imposibilidad de evitar su obsolescencia. También transitan por las escenas de Ferrero la comunicación (o su ausencia, no precisamente por falta de palabras), el miedo a la muerte, la melancolía e incluso la enfermedad mental. Los temas pueden repetirse un poco, pero, ojo, nadie dijo que hubiera que meterse un libro de relatos entre pecho y espalda en cuarenta y ocho horas, como yo he hecho. Con tiempo y espacio, con aire, como el vino, las cualidades del conjunto mejoran.
En cuanto al estilo, hay mucho de Carver, de Ford, en todos los textos, especialmente en la manera de manosear situaciones cotidianas hasta sacar de ellas lo que se esconde bajo la superficie, sin tener que recurrir a dinamitar las escenas. Ambientación correcta, sin estridencias, personajes en consonancia con el texto. Todo ello nos deja unos relatos formalmente redondos a los que quizá les falta una pizca de desarrollo, algo de movimiento, un poco de variedad en el registro narrativo.
Dice la cuarta de cubierta de esta edición (y creo que la faja también, pero la tiré antes de hacer esta reseña) que Laura Ferrero irrumpe con fuerza en la literatura en español. No estoy de acuerdo. Me parece, más bien, que entra con delicadeza en la habitación, como los fantasmas de otras navidades, para mostrarnos nuestra propia vida reflejada en las de otros. Incluso diría que más que irrumpir abre la puerta con sigilo y entra de puntillas con los zapatos en la mano.
Sin embargo, nadie dijo que eso tenga que ser algo malo precisamente.