Es increíble la cantidad de editoriales que hay repartidas por toda nuestra geografía. Y no hablo de las grandes, sino de las otras. De las pequeñas, las independientes, las humildes, las que buscan salir adelante pero sin dejar de apostar por una lectura de calidad, intentando sobresalir de entre tanto mare magnum de superventas y de la ingente cantidad de libros de auténtica y pura mierda con y sin faja.
Tengo la suerte de que, cuando puedo y tengo tiempo, me gusta invertir ese tiempo en la búsqueda de libros alejados de las modas y corrientes principales y más suerte aún de encontrar, gracias a ese jobi, puñeteras joyas de vez en cuando.
Y el caso de hoy es un reflejo de lo que acabo de explicar. Un libro, Ponzoña, que me lo he ventilado en una tarde, no solo por ser corto (unas 110 páginas), sino por lo atrapado que me encontraba en su historia.
Es inevitable, y lo he intentado, no tratar de comparar el libro con la peli de Polanski, Rosemary’s baby (que a alguna mente brillante se le ocurrió traducir en España con un destripe en toda regla por La semilla del diablo). Si se ha visto la película el paralelismo es evidente. Ponzoña es La semilla del diablo en versión pobre. La pareja protagonista no vive en un apartamento en Nueva York sino que okupa un chalet en una urbanización. Eric se dedica a tocar la guitarra en la calle y Sandra es una joven que sufre desvaríos desde el momento en el que se queda embarazada y siente que, tras el parto, algo extraño sucede con su hija, algo habita en su interior… ¿O no? Que también la Sandrita es buena pieza y en cuanto le dan hilo y aguja empieza a coser como una posesa lo primero que pilla…
Mediante capítulos cortos y ágiles narrados desde la primera persona por Sandra, en los que nos movemos del presente al pasado, iremos viendo el infierno que vive una madre para cuidar a su hija y protegerla de todo mal, ya provenga este de lo humano o de lo demoníaco, ya sea real o imaginado…
Luna sabe cómo escribir desde lo cotidiano, sabe ponerse en el lugar de Sandra, sabe hacer que nosotros nos pongamos también en su lugar y suframos con ella, y sabe mezclar esto con la cantidad justa de elementos sobrenaturales (ronquidos, olores,…) en los momentos más oportunos (te dará miedo volver a poner el culo en la taza, aviso).
“–Contaré hasta cinco –dije–, y acabada la cuenta todo mal desaparecerá, todo mal desaparecerá. –Hice la pausa que se exigía antes de comenzar–: Uno, dos, tres, cuatro y cinco.”
Como siempre, en este tipo de novelas, hay momentos en los que el lector va a pensar que la protagonista está como una puta cabra para justo después apiadarse de ella y creer en lo que ella cree, y viceversa. Pero al final, y esto puede ser un cliché, en este caso un cliché que le va como picha al culo, el lector tendrá que ser quien decida si realmente la hija de Sandra, Anita, está poseída o si Sandra tiene una depresión postparto de caballo.
Con un vocabulario realista y terrenal, con frases directas y comparaciones ingeniosas, un tratamiento de los personajes creíble y un ritmo rápido, Ponzoña no es un diamante en bruto sino todo un pedrusco ya pulido para todos los que disfrutamos con las historias de posesiones (reales o no) en una atmósfera bien ambientada, paranoica y asfixiante por momentos, con un desarrollo de menos a más del que eres incapaz de despegarte.
Parece mentira, lo que un buen autor es capaz de contar en tan pocas páginas.
¡Por todos los demonios, claro que seguiré la pista de David Luna!