Reseña del libro “Por una Constitución de la Tierra”, de Luigi Ferrajoli
“La tierra es un planeta vivo. Pertenece, como casa común, a todos los seres vivientes: a los humanos, los animales y las plantas. Pertenece también a las generaciones futuras, a las que la nuestra tiene el deber de garantizar, con la continuación de la historia, que ellas vengan al mundo y puedan sobrevivir en él”.
Este párrafo pertenece al articulado del proyecto de una Constitución de la Tierra que el autor de esta obra, Por una Constitución de la Tierra, la humanidad en la encrucijada, del profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad de Roma, Luigi Ferrajoli, desglosa al final de la misma. Está formada por cien artículos divididos en dos partes: los fines y razones de ser de dicha Constitución, y las instituciones globales previstas para conseguir dichos fines.
En la obra, el autor argumenta el porqué de la necesidad de esta legislación planetaria que aúna tanto los derechos como los bienes fundamentales (agua, aire, bosques…) en base a la ampliación del paradigma constitucional surgido el siglo pasado y que ancló las democracias a los derechos de los ciudadanos y puso fin a absolutismos regios y totalitarismos, y como única respuesta racional y realista en esta sociedad globalizada (que es de reconocer que ya constituye una sociedad civil planetaria que debería formar, como ya postuló Kant, una “federación de estados libres”) para lograr la supervivencia de la humanidad y poner límites a los poderes salvajes de los estados y de los mercados globales.
Divide la obra en tres partes. En la primera, “Catástrofes globales”, el autor resalta que “somos la primera generación que vive la perspectiva de una posible extinción de la especie”. Desglosa las amenazas a nuestra supervivencia —calentamiento global, guerras, amenaza nuclear, regímenes despóticos, terrorismos… —, haciendo hincapié tanto en la primera de las enumeradas como en la pandemia que aún estamos sufriendo, y que ha hecho evidente la falta de instituciones supranacionales de garantías ante la desconcertante inacción política e institucional, la interdependencia de todos los seres humanos del mundo y la necesidad de la sanidad pública y de reforzar y reformar la OMS. Además, introduce el concepto de crímenes de sistema, que incluyen todas las emergencias, devastaciones y violaciones de los derechos que son producto sistémico de la globalización, y que requieren responsabilidades no penales, pero sí políticas y sociales.
En la segunda, “Los límites del Constitucionalismo actual”, explica el concepto de Constitución global que aplica en este texto, y que sería el sistema de límites y vínculos rígidamente impuestos a todos los poderes políticos y económicos, y un pacto de convivencia pacífica, concordia y solidaridad entre diferentes e iguales, basado en la heterogeneidad. No necesita, por tanto, del consenso de la mayoría, sino la garantía de todos los seres humanos.
Lo fundamenta en que los estados nacionales nunca podrían, por sí solos, hacer frente a las desigualdades sociales ni climáticas globales, y que solo podría hacerlo un garantismo Constitucional universal, para el que habría que refundar y reforzar la democracia y el estado de derecho frente al debilitamiento actual y evidente de los estados.
Esto no es un hecho utópico. De hecho, ya existe una constitución embrionaria del mundo, formada por las constituciones de los países liberados del fascismo tras la II Guerra Mundial y por el derecho internacional, la Carta de la ONU y las distintas cartas sobre derechos humanos, pero que contaban (y cuentan) con el hándicap de que carecen de garantías, con lo que sus principios de paz e igualdad no son efectivos y continuamente son violados.
En la tercera parte, “Por un Constitucionalismo más allá del Estado”, justifica cómo se haría esa necesaria transformación del derecho internacional a un ordenamiento constitucional universal: con una extensión del actual constitucionalismo rígido de estado, agregándole instituciones supraestatales de garantía, un constitucionalismo de derecho privado y no solo público —poniendo limitaciones al actual poder de los mercados—, de bienes fundamentales y no solo de derechos individuales, y contra el uso de bienes mortíferos (armas, contaminación, residuos…).
En conclusión, la del autor: que no aceptemos resignadamente lo existente. No nos rindamos, no veamos este proceso que expone como algo inalcanzable e inviable, sino tan posible en tanto que necesario y urgente. Será un proceso gradual y lleno de complicaciones, sí. Pero al igual que ha sucedido en otras situaciones históricas de crisis, como tras la II Guerra Mundial, y la humanidad tome conciencia de la gravedad e irreversibilidad de muchas de las amenazas que ya son realidad, cuando tome conciencia de su propia fragilidad, entonces será cuando toda ella de un paso adelante y clame, como sujeto constituyente, diferente pero solidario, por una democracia cosmopolita, por y para el mundo.
Por y para las generaciones venideras.
“Sin la esperanza de tiempos mejores, nunca hubiera entusiasmado al corazón humano un deseo serio de hacer algo provechoso para el bien universal”. (Kant)