Primer amor, de Iván Turguénev
Por muy inteligente que creas que eres, lo que te ocurre a ti, gracias al Señor, no está escrito en tu alma, sino en tu cara. Pero, ¿de qué sirve hablar? Yo no vendría aquí si no fuera porque –el doctor apretó los dientes-, si no fuera porque estoy igual de loco que tú. Pero esto es lo que me sorprende: ¿cómo es posible que, con toda tu inteligencia, no alcances a ver lo que ocurre a tu alrededor?
No hay grandes sorpresas, tampoco el relato las necesita, pero ocurre que, al final, Primer amor, escapa de lo convencional, y lo hace con una descarga emotiva tan breve como intensa, apenas esbozada y que sin embargo no precisa de una línea, de una palabra más.
Me incorporé y me dirigí a mi habitación, a mi cama fría. Sentía una extraña emoción, como si hubiera acudido al encuentro de dos amantes, para permanecer completamente solo mientras la felicidad de otros me pasaba de lado.
Turguénev gusta de construir personajes femeninos fuertes, como gusta del amor como sacrificio, más que como conquista de la felicidad. Su prosa sin estridencias, su capacidad para comprender a los diferentes personajes y plasmarlos primando su coherencia interna, sin supeditar su individualidad a las necesidades del relato, hacen fácil la empatía. Los personajes se hacen daño, pero se comprenden, porque Turguénev, el más occidental de los escritores rusos, gusta de primar la vida sobre la trama y es ahí donde radica su brillantez, en la naturalidad de la historia, en la ausencia de artificios.
La obra de Turguénev, como la de todos, es en gran medida si no esclava sí reflejo de su vida, y no es una vida cualquiera, lo que aumenta el interés por ésta. Hoy tenemos al respecto una visión diferente (no sé si más o menos acertada) de la que tuvieron sus contemporáneos, y eso no hace sino aumentar el interés del esbozo que, desde la devoción, hace de su vida su amigo Henry James en el delicioso epílogo que cierra este Primer amor.
Andrés Barrero
andres@librosyliteratura.es