Me pasó con Christian Bobin algo similar a lo que cuenta Jesús Montiel, quien presenta y traduce este Prisionero en la cuna, que lo descubrí en Autorretrato con radiador y me deslumbró. Probablemente no tanto por el estilo, tan personal y en el que habitan tantos destellos de belleza, sino por el compromiso de autor con las cosas sencillas, con los pequeños detalles. Dudo que ninguno de los lectores que nos dejamos seducir por aquel Autorretrato con radiador se pueda resistir a la llamada de un libro del mismo autor, pero relacionado con su infancia, que intuitivamente podría parecer el escenario que mejor se adapta a ese estilo tan particular.
Pues bien, Prisionero en la cuna no decepciona, claro, no puede hacerlo porque el autor es fiel a si mismo (sospecho que no sabe ser otra cosa) y en su texto aparecen todas sus virtudes, pero mentiría si no dijera que he echado de menos esa sensación de descubrimiento que me deslumbró la primera vez. No es culpa del libro, los ojos se acostumbran a cualquier cosa, incluida la belleza, pero si lo digo no es por rebajar las expectativas que esta reseña les pueda generar sobre el libro, sino para aumentarlas en el caso de que aún no conozcan a este autor: afortunados ustedes que pueden leer a Bobin por primera vez.
El foco de atención en lo humilde, en lo sencillo, en esta ocasión se torna además en una reivindicación de la belleza de lo feo, si se me entiende la contradicción. El autor ama su ciudad natal, Le Creusot, en la que aún vive, pero ese cariño no se basa en bellos monumentos ni en parajes naturales extraordinarios, sino en la belleza que nace de la ausencia de espectacularidad. Dan más ganas de leerla que de visitarla, la verdad, pero conviene atender a la explicación del autor, a algunas de ellas: “porque no hay nada que ver, los ojos se empiezan a abrir y las visiones se multiplican”.
Nadie sueña con venir a vivir a Le Creusot, lo que basta para otorgarle a esta ciudad el sacramento de la belleza más indiscutible, propiedad de toda clase de marginados, analfabetos y cojos. No hay nada aquí, ni iglesia barroca ni suntuosas mansiones. Nada salvo las estaciones que pasan encendiendo con sus colores los jardines obreros.
O también:
Su corazón, arrugado como una peonía, posee la impresionante dulzura de aquellos que ya no aspiran a nada.
Habla también de su infancia no como ese paraíso más imaginado que recordado al que solemos volver, sino con la crudeza derivada de una infancia de reclusión, de miedo, en la que las lecturas constituyeron sus vivencias más que las aventuras de verano que por otro lado no vivió. Pero aun así encuentra el autor esos destellos de belleza que salpican su prosa y que tan atractiva hacen su obra. Asegura el autor que sus maestros no le ensañaron nada acaso porque les hablaban desde sus certezas y no desde la ignorancia primaveral de sus almas. Y tal vez eso explique su estilo, tan apartado de la norma, en el que rebusca en la duda más que en la academia, en que prefiera la flor a la estatua, el gesto al discurso.
Prisionero en la cuna incide en un curioso tipo de realismo, aquel que retrata la realidad que uno inventa cuando la que tiene a mano resulta decepcionante, la de la mirada que mejora cuando se cierran los ojos y que bebe tanto de la imaginación como de la lectura.
Su elogio de lo feo se puede confundir con conformismo, pero no, él mismo explica que escribo este libro para los que tienen una vida sencilla y muy hermosa, pero que terminan dudándolo porque únicamente se les propone lo espectacular. Buscar la belleza en lo sencillo es una causa noble, con pocos adeptos, pero encontrarla, sin embargo, no es extraño. Basta con pararse a mirar.
No puedo terminar sin dedicar unas palabras a la edición, el libro es francamente bonito además de estar editado con calidad. He de reconocer el trabajo de Jesús Montiel, el traductor y de Andrea Reyes, la ilustradora. He de hacerlo porque siempre es necesario, pero en este caso especialmente porque no debe ser sencillo dejar su huella en un libro de por si tan personal.
No les voy a decir que sea un libro para todos los lectores, sin duda tendrá tantos fieles defensores como furibundos detractores, incluso es posible que su opinión varíe de unos párrafos a otros, pero sin duda merece la pena asomarse a un libro diferente, conocerlo, porque compartir una mirada íntima dirigida hacia lo sencillo es algo que ciertamente no hacemos a menudo y merece la pena dedicar algo de tiempo a mirar hacia dentro.
Andrés Barrero
@abarreror
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