España es un país con la sensibilidad siempre a flor de piel. Tanto si se trata de llorar como de reír, aquí siempre somos los primeros en ponernos a la cola. Y si además contamos con un potente altavoz televisivo de por medio, capaz de engrandecer hasta el detalle más nimio, mejor que mejor. Por eso ahora los españoles viven pendientes de Diana Quer, como en su día vivieron pendientes de Miriam, Toñi y Desirée, de Anabel Segura, de la pequeña Mariluz o de Marta del Castillo, entre muchos otros. Los debates matutinos en el bar o en el puesto de trabajo tienen una nueva conversación. Ya no solo se habla de fútbol, también se lanzan hipótesis sobre el paradero de la joven madrileña. Los más sentidos derraman alguna lágrima, deseando no tener que sentirse expuestos nunca al doloroso trámite por el que pasan los padres. Otros, algo más morbosos, alimentan en silencio las ganas de que la investigación destape algún que otro trapo sucio familiar con el que poder lanzar, al grito de “ya me lo olía yo”, las más sibilinas acusaciones. Y para colmo, todo programa televisivo que se precie pone todos sus recursos (técnicos y humanos) para adelantar en primicia cualquier detalle digno de ser contado, ya sea un simple rumor o la declaración más esperada. Y perdónenme esta larga introducción, pero me viene al pelo para presentaros Queremos que vuelvan, la primera novela de Miguel Ángel Santamarina, que retrata muy fielmente la expectación que se genera en España cada vez que afronta un caso tan mediático como es la desaparición de jóvenes en extrañas circunstancias.
En este caso, los desaparecidos son Bruno y Mario, dos adolescentes de Alcorcón sin aparentes problemas, cuyo rastro se pierde el 15 de agosto de 2012. Javier Redondo es un periodista que pone todo su empeño en descubrir el paradero de los chicos y cuya obsesión por el caso le supondrá graves problemas. Las desapariciones pronto se convierten en un caso mediático gracias a Lisandro Meneses, estrella televisiva, cuyos especiales sobre Bruno y Mario sacudirán las conciencias de todos los telespectadores. El avezado presentador, con mucha labia y pocos escrúpulos, irá limpiando sutilmente la superficie del caso, como si de un arqueólogo de tratase, para demostrar a la opinión pública las desavenencias internas entre los familiares e incluso entre los desaparecidos, cuyo perfil angelical dista mucho de ser el real.
En Queremos que vuelvan hay políticos corruptos, banqueros deleznables, policías oscuros, periodistas carroñeros y mafiosos del este de Europa dedicados supuestamente al tráfico de jóvenes. Algo que en otros países podría considerarse literatura fantástica, en España bien puede ser considerada como una novela realista sin que tachen a uno de demente.
Miguel Ángel Santamarina debuta con una historia absorbente, bien contada y estructurada. El autor va proporcionando al lector la información en pequeñas dosis, alternando el presente con los últimos días de Bruno y Mario antes de su desaparición. El punto fuerte de la novela, en mi opinión, está en lo bien que refleja el autor el mundo de la telebasura. No hace falta poner nombres o ejemplos para ilustrar el tema, pero todos sabemos cómo se las apañan en televisión para tocar la fibra del espectador y crear esa tensión dramática que hace que nos quedemos pegados a la pantalla, esperando a que el presentador o colaborador de turno saque más trapos sucios con los que frotarnos las manos o llevárnoslas a la cabeza.
Los que lean esta novela pueden pensar que el autor exagera; que ni las altas esferas son tan oscuras ni la televisión es tan truculenta. Yo creo que no hay exageración, solo las licencias literarias necesarias para que un thriller consiga enganchar al lector. Por eso prefiero pensar que Queremos que vuelvan es una caricatura de la sociedad actual. Quizá ponga demasiado énfasis en algunos rasgos defectuosos, pero no por ello deja de reflejar una realidad que convive con todos nosotros.