Relatos de Kolimá, Varlam Shalámov.
Afortunadamente, las lágrimas no huelen, dice Varlam Shalámov en boca de uno de sus personajes de estos Relatos de Kolimá, lo que puestos en situación no carece de importancia, sin embargo, desde la privilegiada mirada de quien lee el Gulag, no de quien como Shalamov lo vivió, lo que es una fortuna que haya quien, como él, posee el secreto, la piedra filosofal que transforma las lágrimas, propias o ajenas, lloradas o no, en tinta. Porque estos Relatos de Kolimá son eso, la expresión literaria del dolor, el sortilegio que convierte en terriblemente hermoso lo trágico, en humanamente cálidas las solidificadas lágrimas que se desprenden de un alma humana helada.
Porque en el paisaje deshumanizado de estos relatos de Kolimá hace frío, “El frío helado, el mismo que convertía en hielo la saliva en vuelo, había alcanzado también el alma humana. Si se podían helar los huesos, si se podía congelar o embotarse el cerebro, también el alma podía quedarse helada. En medio del frío era imposible pensar en nada. Todo era sencillo”. Un frío que se siente en cada página, una sencillez que amplifica las sensaciones que transmite. Todo en este libro es sencillo, pequeño, hasta el formato que parece diseñado para poder llevarlo siempre encima, que es exactamente lo que sucede aunque el ejemplar esté a buen recaudo en la librería, todo excepto la inabordable realidad que retrata. Y la retrata a retazos, con relatos breves, con escenas de vida, y tal vez por eso es la pieza que faltaba en el puzzle literario del Gulag, ese archipiélago que muchos libros han pensado pero que este vive, y lo hace en pequeños detalles, detalles que en aquella realidad eran irrelevantes: las vidas de sus protagonistas.
“La amistad no nace ni en la necesidad ni en la desgracia. Las “duras” condiciones de vida que, como nos dicen en los cuentos los escritores, son la premisa imprescindible para que surja una amistad, sencillamente no son lo bastante duras. Si la desdicha y la necesidad han forjado, han hecho nacer una amistad entre unos hombres, esto significa que la necesidad no era extrema ni muy grande la desdicha. La desgracia no es lo bastante honda y dolorosa si se la puede compartir con el amigo. Ante la auténtica necesidad se descubre tan sólo la propia fortaleza, la del cuerpo y la del alma, se dibujan los límites de tus propias posibilidades, de tu resistencia física y de tu fuerza moral.”
La leyenda cuenta, y Varlam Shalámov así nos lo transmite, que Dios comenzó a crear el mundo por la Taiga, y que ésta es en realidad el resultado de sus primeros dibujos infantiles: trazos simples, pocos colores y cierta uniformidad. Después, con la práctica aprendió a dibujar bien, se cansó de ver sus esbozos infantiles, y decidió borrarlos cubriéndolos con una capa blanca de nieve. Ese paisaje es inseparable de estos relatos de Kolimá, el frío, la sencillez, la uniformidad y la nieve no son simples adornos, son personajes y sin entender esa naturaleza no es posible entender a la personas que pueblan estos relatos: “si había niebla helada, quería decir que fuera hacía cuarenta grados bajo cero; si al expulsar el aire éste salía con un silbido pero aun no costaba respirar, significaba que hacía cuarenta y cinco grados; pero si la respiración era ruidosa y faltaba el aire, entonces era que estábamos a cincuenta grados. Por debajo de los cincuenta y cinco un escupitajo se helaba en vuelo. Los escupitajos se helaban en el aire hacía ya dos semanas.”
En este retrato de la humanidad en suspenso como requisito de supervivencia que es la obra de Varlam Shalámov, la humanidad no obstante se abre paso a gritos, no por susurrados menos sonoros. Habla el autor en varias ocasiones a lo largo de estos Relatos de Kolimá del stlánik, un curioso árbol, pariente del cedro siberiano, que anuncia la llegada de la nieve doblándose, acostándose sobre el terreno y dejándose cubrir por la nieve, aunque curiosamente sin perder nunca su verdor, que exhibe nuevamente erguido con la llegada de la primavera. Tiene la particularidad este curioso árbol de que se le puede engañar, si se enciende cerca de él una hoguera: esos indicios de calidez bastan para que se enderece y se muestre en su propia naturaleza de árbol. Tengo para mi que este árbol es una metáfora perfecta de lo que el autor nos pretende transmitir, de la transformación que sufre el alma humana en las condiciones tan inhumanas que le tocó vivir. Se dobla, se recuesta y deja que la nieve lo cubra, desaparece engullido por la simplicidad y uniformidad del paisaje, pero bajo ese blanco y helado blanco sigue siendo verde, sigue siendo un árbol, una persona, y basta el más leve o sutil indicio de humanidad para que recupere su naturaleza. Y estos Relatos de Kolimá son instantáneas de esas hogueras que devuelven el humano verdor a los muertos vivientes de los campos, esa calidez del frío que pese a todo son capaces de sentir. No todos los hombres-stlánik del Gulag ni de esta obra de Shalámov lograron enderezarse aun sobreviviendo. En condiciones en las que llegar al final del trayecto parece milagroso, puede que lo realmente difícil sea bajarse del tren y caminar. Afortunadamente él lo consiguió y ahora la editorial Minúscula nos acerca a ese universo (este es el primero de seis tomos, cuatro de ellos publicados ya) mediante estos pequeños libros de apariencia verdaderamente entrañable en los que, paradójicamente, dadas sus reducidas dimensiones, dentro cabe exactamente tanto como fuera de ellos.
Andrés Barrero
andres@librosyliteratura.es
¡Qué triste es casi todo lo que escriben los rusos! Es como sí ese frío helador de su clima se hubiese trasladado a su carácter. Supongo que es sólo una aprecición de quién no ha leído mucho de autores rusos, tan solo un puñado de clásicos …
Otra obra que desconocía… Gracias!
Gracias Susana, pero no creas que los rusos no tienen sentido del humor. Hasta Dostoievski, quien lo iba a decir, tiene algún cuento muy divertido.
Gracias de nuevo y un abrazo