Aún nos encontramos en una fase muy rudimentaria de nuestro desarrollo evolutivo como especie. Aún carecemos de una palabra para definir la tristeza que supone acabar un libro que no quieres dejar ir. Todavía nadie ha establecido grupos de autoayuda para reconfortarnos entre nosotros por la pérdida de una serie de personajes de carácter ficcional. Y aunque los hechos experimentados tengan una naturaleza de carácter fantástico o ilusorio, lo cierto es que la risa o la melancolía no pueden ser fingidas cuando no hay nadie más en la habitación. Cuando eres tú y la historia los únicos que quedáis despiertos después de que todo el mundo se haya marchado a casa. No siempre sucede, claro. Mucho de los libros que acabamos leyendo nos sirven para pasar el rato, para hacer llevaderos un martes cualquiera, una tarde de invierno con lluvia. Y luego están los malditos, libros como Relojes de hueso que no aceptan su condición lúdica, aquellos que contienen personajes tan reales que pueden llegar a incomodarnos. La última novela traducida de David Mitchell me ha hecho recordar que aún carecemos de una terminología exacta para todos esos sentimientos despertados por un libro. La última incursión narrativa del autor de El atlas de las nubes ha movido todo los muebles de sitio, y lo ha hecho sin pedir permiso. Como si esta fuera también su casa. Como si no importase tocar algo dentro de ti y marcharse al día siguiente, sin despedirse.
¿Por dónde empezar con esta historia que dura 720 páginas? Pues por el centro del universo en el que se desarrolla, un centro cuyo nombre es Holly Sykes. Una adolescente que en el verano de 1984 decide marcharse de casa por desavenencias con una madre que no tolera los escarceos amorosos de su hija. Esta fuga da el pistoletazo de salida a una serie de eventos que marcarán para siempre la vida de Holly, de todos los Sykes y, sin caer en la grandilocuencia, del mundo tal y como lo conocemos. Una desaparición y un acto de bondad para con una anciana que pesca en un río serán los primeros indicios de una guerra secreta en la que Sykes se verá inmersa. Un conflicto en cuyo fuego cruzado nuestra protagonista vivirá durante más de 60 años.
Claro que David Mitchell conoce las reglas de la expectación y el deseo. Haz esperar a la gente por lo que quiere y tendrás poder sobre ellos. Y es que Relojes de hueso no va al grano en la mayor parte de su recorrido. Durante todas sus tramas, divididas en seis partes, visitamos campus universitarios, festivales literarios, guerras recientes y desastres ecológicos futuros, saltando de narrador en narrador y encontrando pequeñas vetas de lo que se supone que es la verdadero conflicto de la historia: una guerra entre seres inmortales que usan a los humanos como peones sin ningún tipo de miramiento a la hora de sacrificarlos por el bien común. Relojes de hueso exige al lector tanto como cualquier obra anterior de Mitchell. Hay una novela en la superficie y una novela sumergida. Y en ocasiones, ambas se rozan de una manera tan sutil que sólo aquellos que presten atención podrán ver dónde colisionan ambos mundos. Quizás es lo que más me ha acabado gustando de todo el espectáculo narrativo que el autor ha montado aquí. Que está tan dentro y tan afuera del género fantástico que la página siguiente siempre te pilla por sorpresa.
David Mitchell se ha ganado el reconocimiento de sus fans a través de la reinvención constante de su obra. Ha probado tantos formatos diferentes que encasillarlo es prácticamente imposible. Todos quieren tenerlo en su bando. Y lo entiendo. Tomando sólo Relojes de hueso como ejemplo, la multitud de temas que aborda es asombrosa. Desde el crecimiento de una adolescente en los ochenta hasta la reciente guerra de Irak, pasando por desastres ecológicos basados en nuestro abuso de la energía nuclear. El uso de la primera para todas sus voces narrativas convierte esta novela multidisciplinar un auténtico caleidoscopio de autores, como si ‘David Mitchell’ fuese una especie de sociedad secreta que albergase a autores unidos entre sí por dios sabe qué objetivo oscuro y común.
El tiempo de Holly Sykes. El tiempo del planeta. El tiempo del entendimiento. Sí, hay algo extraño e hipnótico en las horas que uno pasa frente a Relojes de hueso. Una especie de cronología teológica en la que las creencias se van dando paso unas a otras, en la que los dioses y el atisbo de una Plan Maestro se solapan en el día a día de personas comunes y corrientes. La inmortalidad que la humanidad ha buscado tiene un precio que sólo podemos pagar como especie. Nunca como individuos aislados. No diré que nunca antes se había asociado el tiempo con la idea de viaje o la idea de poder. Pero es ahora cuando Mitchell nos muestra las consecuencias de entender que dicho viaje debe tocar a su fin en algún punto. Es ahora cuando hablamos del inconmensurable poder derivado del irrisorio número de horas que contiene la vida de una sola persona. De la capacidad de cambio, de la fuerza absoluta que podemos ejercer con acciones pequeñas como la amabilidad o la idea de comunidad en un mundo plagado de superpoderes y dioses implacables. No, esta no es la parte de fantasía que alberga la última novela de David Mitchell. Esta es la parte que de verdad te cambia tras 720 páginas de auténtica iluminación.
Sergio Saborido ( @Sergsab)