Simon Limbres tiene un accidente de tráfico. Muy grave. Se lleva la peor parte en un choque frontal cuando vuelve de hacer surf con unos amigos y queda en estado crítico. Este hecho, tan común como trágico, es el desencadenante de todo lo que ocurre en Reparar a los vivos, la excelente novela que lanzó a Maylis de Kerangal más allá de las fronteras francesas y que ahora incluye Anagrama en su catálogo de Compactos.
Reparar a los vivos explora con éxito la última frontera de la vida, la que la separa de la muerte. La vida que se tambalea encima de la cuerda del funambulista, a punto de caer al abismo, y las muertes de aquellos que la contemplan sin poder hacer nada, por muy unidos que estén a aquel que se la está jugando en el alambre. Entre ellos, los jóvenes padres del veinteañero Simon, sobre cuya separación aprendemos en las largas horas de sala de espera, Cordelia, la novata insegura que pasa una guardia entera pendiente de una llamada, Thomas Rémige, el enfermero que se gasta tres mil euros en un jilguero…
Ya adelanto que el argumento va más allá de la existencia incluso, y que aborda cuestiones de calado moral y científico relativas a los alrededores de la defunción. La sacralización del cuerpo, el vínculo entre el corazón y el espíritu y, sobre todo, la borrosa y discutida línea a partir de la cual se considera que todo ha terminado. Todo ello en salas de operaciones, entre cirugías, bisturís y electrocardiogramas, pero sin olvidar que detrás de siglos de evolución médica siempre se encuentran latiendo los corazones de hombres y mujeres que ríen, lloran y sufren como el resto. Y que se terminan convirtiendo, más allá de Simon Limbres, en los verdaderos protagonistas del relato.
El envoltorio técnico de Reparar a los vivos resulta abrumador, impresionante. Los procesos que discurren en el hospital son descritos de manera tan poética como precisa por Maylis de Kerangal, adicta al detalle, nunca corta de sustantivos y adjetivos para definir cada instrumento, cada sensación, cada movimiento. La obra no pierde tensión por ello, porque flota en el ambiente la sospecha de que puede girar y transformarse a la vuelta de la siguiente página. Sin embargo, sí es cierto que para los lectores más puntillosos habrá un cierto exceso barroco en la manera de expresarse de la autora, una tendencia a dar más explicaciones de las debidas y más vueltas de las razonables.
Por mi parte, me quedo con la impresión de que, como ocurre con la propia narración, este es un libro de digestión lenta. El lector que se enfrenta a él necesita tiempo para paladearlo, para disfrutarlo completamente, y su complejidad (sintáctica, gramatical) hace que no sea adecuado para el metro, los aeropuertos o los cafés concurridos, en los que cualquier distracción interrumpe la lectura. Es necesario poner todos los sentidos en él para disfrutar Reparar a los vivos, aunque les prometo que, cuando se consigue, se disfruta de manera tremenda.
En resumen, Reparar a los vivos es una de las novelas que más me han impresionado este año y uno de esos libros que, quizá, se vayan filtrando poco a poco en el inconsciente colectivo hasta quedar en el recuerdo como una obra importante. Por ahora ya tiene película, ha pasado por la SEMINCI de 2016 y cruzo los dedos para que tarde o temprano llegue al cine de mi barrio o (de manera legal) a la pantalla de mi ordenador. Será mejor el libro, seguramente, pero eso, en este caso, será lo de menos.