Henry James es un mago del lenguaje escrito como pocos ha habido, hay y, me aventuro a pronosticar, habrá. Es sumamente infrecuente encontrar una escritura tan bella, tan cuidada, tan rica, tan preocupada por el detalle y, a la vez, tan deliberadamente ambigua, de tal forma que suscita tantos interrogantes como respuestas proporciona, y deja abierto a la imaginación y a la adivinanza tanto espacio, que casi la mitad de la historia -o de las conclusiones de la historia y de sus diversas secuencias, situaciones y escenas- es obligatoriamente obra del lector, de cada lector, partiendo de la certeza o de la advertencia forzosa de que ni siquiera después de décadas de estudios, aproximaciones, análisis sincréticos y dialécticos de su obra, de contextualizaciones históricas y biográficas, de interpretaciones de literatura comparada… ni siquiera después de todo eso han logrado los expertos en Henry James alzarse con respuestas definitivas que despejen algunas de las más célebres ambigüedades de su obra; el ejemplo más conocido es La vuelta del torno (u Otra vuelta de tuerca), muestra, toda ella en su íntegra integridad, de las prestidigitaciones semióticas y paradójicas de las que era capaz James. Pero el resto de su obra participa igualmente de esa preferencia por dejar al lector confuso e indeciso: tal famosa escena de Retrato de una dama ¿se refiere al despertar sexual o es la descripción velada de un intento de agresión?
Bien; vamos por partes. La primera: leer Retrato de una dama. A pesar de su longitud, es, sin embargo, mucho más accesible y fácil de leer que obras breves como Los papeles de Aspern y la propia La vuelta del torno. Ello se debe a que se trata de una obra cuyo objetivo es narrar la vida, o la mayor parte de ésta, de Isabel Archer, quien, al comenzar la obra, es una jovencita estadounidense que llega a Inglaterra de la mano de su tía y bajo la égida de ésta, como muchacha casadera. Inmediatamente comienza a hechizar a quienes la rodean, empezando por su familia, los Touchett: su primo Ralph -uno de los personajes mejor construidos y más entrañables de la novela, tal vez el único verdaderamente noble- y su anciano y enfermo tío; más tarde, el joven aristócrata Lord Warburton y la enigmática Madame Merle; sin olvidar a los que ya cayeron bajo su magnetismo personal y la siguen hasta Inglaterra, como su apasionado pretendiente Caspar Goodwood o su mejor amiga, la periodista Henrietta Stackpole. Isabel conocerá a mucha gente, y casi todos ellos serán personajes que conoceremos al dedillo, porque Henry James les insuflará la vida -sí, cobrarán vida delante de nuestros ojos, y conoceremos sus mentes y sus almas hasta el punto de que nos resultará excesivo, nos agobiará ese conocimiento tan perfecto, como si fueran nuestros mejores amigos o los enemigos de toda una vida–; personajes que, sin embargo, no podremos dejar de seguir, de los que querremos leer más y más, saber de sus bondades y de sus vilezas, adivinar sus próximos pasos, indagar aún más en su interior. Pero nada de ello nos distraerá del objeto preferente de nuestro interés, que ni por un solo momento dejará de ser ella: Isabel Archer. Porque, a medida que avance la lectura, el objetivo, la pregunta suprema de Henry James será también la nuestra: ¿puede Isabel Archer ser feliz con las decisiones que ha tomado?, y ¿puede compaginar su amor por la libertad con esas decisiones concretas y con las consecuencias de éstas? Así, la historia aparentemente trivial de una muchacha de clase media agraciada –en apariencia– por la fortuna deviene en el estudio pormenorizado de un dilema existencial que traspasa épocas, siglos, circunstancias históricas y geográficas, incluso socioeconómicas. Es así como la historia particular de Isabel Archer se convierte, para Henry James, en supuesta lección moral y vital, pues el autor, si en algún momento no juega a la ambigüedad, es precisamente a la hora de mostrarnos claramente sus propias conclusiones, dejándonos aun así la libertad de rechazarlas y alcanzar nosotros las nuestras (pues, si no, no sería Henry James).
Hay quien tacha Retrato de una dama de novela aburrida, estática, donde no pasa nada. Al contrario: pasan muchísimas cosas; no dejan de pasar cosas, en realidad. Que éstas pasen en las mentes y en los corazones de los personajes, y que James nos haga partícipes de ellas usando para eso todo su arte literario, no supone la menor diferencia. En su afán por explorar hasta las últimas consecuencias las preguntas que él mismo pretende responder, Henry James va haciendo a Isabel Archer atravesar todo tipo de situaciones, enfrentándose a algunos personajes, aliándose con otros y despachando a algunos más, todo ello manteniendo constantemente el interés, porque sus personajes, ya lo dijimos, están casi insoportablemente vivos, evolucionan ante nuestros ojos, insinúan sus intenciones, disimulan, se muestran o se ocultan y nos sorprenden al final. Leer Retrato de una dama es tan apasionante como observar a la gente de nuestro alrededor, descifrarla y adivinar sus motivaciones y sus próximos pasos, filosofar sobre la condición humana, emitir juicios de valor, hallar correlaciones de causa y efecto con parámetros profundamente humanos y, por ello, imposibles de sintetizar ni de descodificar.
Retrato de una dama es también la historia de los anhelos humanos, de los deseos y de su diferencia -a veces, abismal y, por ello, en ocasiones, trágica– con la realidad, cuando ésta llega para desbaratar aquéllos, para obligar a los personajes a cambiar de tercio. Henry James nos va mostrando cómo sus personajes se enfrentan a la pérdida, a la derrota, al fracaso vital, y cómo van salvando las situaciones: algunos con dignidad, otros con vergüenza. Se describen y se denotan a sí mismos, no hace falta juzgarlos porque ellos, en sus actos, llevan ya su salvación o su condena.
Además, en Retrato de una dama disfrutaremos de la crónica social y de costumbres de Europa y de Estados Unidos, por aquel entonces –si es que no lo sigue siendo– un país idealizado, joven, que todavía conservaba un aura salvaje e indómita.
Retrato de una dama es, en resumen, una obra imprescindible para entender el personalísimo realismo de Henry James y para disfrutar de su singular estilo, irrepetible, sin concesiones. Random House nos ofrece esta novela clásica en una bonita edición de tapa dura y, lo que es más importante, en una maravillosa –y, sin duda, muy laboriosa– traducción de Ana Eiroa.
Un libro imprescindible.