El que dijo que en el principio fue el verbo no tenía ni idea de lo que estaba hablando. En el principio fue el trazo. Y punto. Verbos, predicados y espíritus santos vinieron mucho más tarde. Así que no me vengáis con que ese verbo era en realidad el Logos hecho carne. Puedo imaginarme perfectamente a Dios en la creación del mundo. ¿Y sabéis cómo lo imagino? Recostado en un diván y trazando en el aire las aguas, los cielos y los pececillos con su dedo divino. La creación nace del trazo, luego el trazo nos convierte en dioses.
Ya sé que todo esto suena muy grandilocuente, pero no temáis, porque este extraordinario Rey Carbón no tiene un pelo de pomposo. Es más, es un libro de una sencillez visual apabullante, pero al mismo tiempo, y como diría el torero, tiene muncho intríngulis.
Nos habla este Rey Carbón y cabrón del origen de la creación, no la divina sino la terrenal. ¿De dónde nace el impulso de observar, de reproducir y, finalmente, de imaginar? Porque, con tantos mamuts y tantos rinocerontes lanudos que hay por ahí pastando esperando a que los cacemos, ¿qué demonios hacían el bueno de don Cromagnon, su vecino el señor Neanderthal y toda la pandilla de los homos nosecuantus perdiendo el tiempo garabateando con ceniza, sangre y otras porquerías las paredes de sus cuevas?
Quizá todo empezó, como decía Plinio y nos recuerda Max, con ese sol que, en su ocaso, momentos antes de hundirse tras las montañas, proyectó con pavorosa nitidez nuestra sombra en el fondo de la gruta. Fue entonces cuando ese curioso ser picudo y tan expresivo que veis en la portada dijo, “tate, estoy aquí pero también puedo estar en la pared. Y cuando me vaya de aquí, seguiré allí”. Porque el trazo permanece, por mucho que mañana me chafe una manada de bisontes.
Rey Carbón está estructurado a modo de una función de varietés. Suponemos que Max, el autor, piensa, de manera acertada, que el gran teatro de la creación no merece ser tomado demasiado en serio. Así, bajo el pedo inicial, nos encontramos con una irreverente adaptación de una canción de cuna tradicional inglesa. Se levanta el telón y un pájaro con levita empieza a tirar del hilo. Comienza la función.
Las historias que vienen a continuación, con el cascarrabias picudo negro, el fortachón y melancólico picudo blanco, el enlevitado maestro de ceremonias y los cuervos tontorrones, nos sorprenden, nos divierten, nos intrigan y nos hacen pensar. Pero Rey Carbón, sobre todo, nos pasma por su magistral lección sobre el arte de la novela gráfica. Detrás de la aparente sencillez de cada viñeta y de la engañosa repetición de motivos, se esconde -me corrijo- salta a la vista un prodigio de expresividad, un estudio sobre el movimiento en la viñeta, así como una clara referencia al cine mudo, tan significativo en una obra sin palabras como ésta, y tan importante en el cabaret, al que, a su manera, Rey Carbón rinde homenaje.
Podríamos ir más allá y ver otro homenaje al cine en esa bandada de estorninos que se funde con el humo de una pipa y que, como el mítico hueso que el mono lanza al aire en el 2001 de Kubrick, nos lleva, en un salto de varios siglos, a la edad moderna. Pero por hoy ya es suficiente, y además nos faltaría sitio. Porque desde el pedo inicial hasta el que lo cierra, este libro está repleto de joyas.