Reseña del libro “Ricardo. Todo viaje comienza en una voz”, de Jesús Pérez
Todo lector guarda en su memoria frases, imágenes, versos, escenas que le marcan. Yo recuerdo algo que le leí a Marina Tsvetáieva, aunque luego me la he encontrado en otros lugares, que existía una palabra para el hijo que pierde a sus padres o para la persona que pierde a su pareja, pero no existía ninguna para la madre que pierde a su hijo, probablemente porque era una situación demasiado dolorosa para darle nombre. Leyendo Ricardo he aprendido que sí que existe, al menos en hebreo: Shojl. Creo que la mera existencia de esta palabra ya es un punto de partida en torno al cual mucha gente unida únicamente por el dolor puede hermanarse, pero si no existiera esa palabra, habría otro punto probable, y no es otro que este Ricardo. No es que sea el primer libro que leo que habla de una pérdida similar, desde luego hay textos tan hermosos como emocionantes que hacen gran literatura, como La hora violeta, de Sergio del Molino, o Tienes que mirar, de Anna Starobinets, pero este libro, este viaje que comienza en una voz, aporta algo diferente, algo más que una historia emotiva y es una forma de contarla. Me explico. Tal vez para hablar de algo que se ha roto no baste con recordar cómo era cuando estaba entero, tal vez sea necesario hablar de los pedazos, porque el objeto, ser o recuerdo intacto se mantiene unido gracias a las fuerzas físicas o biológicas que le sean propias, pero a los pedazos los unen también las emociones y los recuerdos. El conjunto de las partes, de hecho, es mucho mayor que el original, no solo por la suma de los componentes emocionales sino porque, como demuestra Jesús Pérez, no bastan los pedazos que formaron parte del original, ni siquiera los recuerdos propios y de quienes compartieron su vida son suficientes, son también necesarios los pedazos de otras vidas, las reflexiones, los textos, las películas, las obras de arte, en fin, todo aquello que a aquel que recuerda le sirve, sea de la forma que sea, para intentar recordar, entender o sentir. En el caso de Ricardo hay muchas referencias (me resulta especialmente emocionante encontrar aquí, especialmente aquí, a Joan Margarit), aunque destacan Anne Carson y su Nox, y todas ellas enriquecen el recuerdo del hermano fallecido hasta convertirlo no solo en un emocionante recuerdo sino en un ejercicio literario ejemplar. Y no quisiera que se me olvidaran unos pedazos que aportan mucha personalidad a libro, las ilustraciones de Pili de Grado.
Jesús Pérez ordena esos pedazos en 41 cajas, 45 círculos, 51 espacios, 45 hilos y 45 vacíos y el resultado, aunque puede parecer que añade complejidad, es tan redondo que uno no concibe un Ricardo sin todos ellos. No quiero decir con ello que sea un libro sencillo, quiero decir que no cambiaría uno ni una coma. El resultado no es solo bueno, es infinito. Sospecho que uno puede hacer muchas lecturas, la habitual, de principio a fin doy fe de que es una experiencia magnífica, pero sospecho que uno puede jugar a leer juntos los hilos, los vacíos o cualquiera de los pedazos que componen el recuerdo de Ricardo, y cuando termine probar otra experiencia diferente y, por supuesto, puede confiar en la suerte y abrir el libro por cualquier lugar al azar y encontrar frases tan extraordinarias como La memoria es un bosque de bombillas o asocio la palabra «hermano» al cauce de un río, a algo profundo y espacioso a la vez, algo cálido y verde o tal vez, si es especialmente afortunado hay palabras que llevan tu nombre atado a una cuerda. No sé si he leído alguna vez una imagen más hermosa del recuerdo.
Los pedazos son recuerdos de la familia, son los de a propia tierra, Villladiego, son los de otros que ni tan siquiera el conocieron, pero también son los del autor, los de un adulto de cincuenta años que recupera los ojos del niño de 6 años, 8 meses y 9 días que perdió a su hermano. Para quien pierde a su hermano no hay palabra, por cierto, pero también es Shojl porque el dolor es el mismo aunque cada cual lo viva como puede. Y es posible que la experiencia del niño sea la más complicada, todos los demás comprenden la pérdida, todos los demás tienen un sólido tesoro de recuerdos al que agarrarse, pero un niño pequeño a duras penas tiene suficientes experiencias compartidas con el ausente como para sentir un dolor propio, genuino, y deba acostumbrarse no solo a convivir con las sombras, sino a vivir su dolor a través del que imagina en los demás. A un niño de seis años es posible que le duela más la culpabilidad de no sentir el mismo dolor que presiente en los demás que la ausencia misma. Por eso su mirada es tan valiosa, porque recupera aquellas sensaciones, pero también nos muestra su evolución. El dolor primigenio y el maduro, el propio y el de los demás. Aun más de cuarenta años después se hace necesario hablar de aquello de lo que no se habla.
No sé cual de los muchos motivos por los que Ricardo me ha parecido un libro magnífico debería destacar para cerrar esta reseña, probablemente no deba hacerlo, probablemente un libro tan fragmentario, con tantas facetas, tan rico, infinito, solo se pueda mirar en conjunto. Si el subtítulo dice que todo viaje comienza en una voz, tengo claro que todo viaje literario que merezca la pena acaba en una emoción y uno tan brillante y conmovedor como este no es una excepción, al contrario, son tantas las emociones al cerrarlo que uno solo piensa en el momento en que volverá abrirlo.
Andrés Barrero
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