Reseña del libro “Rompepistas”, de Kiko Amat
Voy a empezar contradiciendo a Kiko Amat (gracias, eso sí, a que esta última edición que Anagrama ha sacado de la novela en Compactos incluye un postfacio del autor). Él dice que este no es su mejor libro. No pienso lo mismo. A partir de aquí todo a favor de Amat, porque qué novelón es este Rompepistas, que estaba medio descatalogado en librerías y que volvemos a tener disponible los que queremos tener completa la biblioteca Kiko Amat.
En Rompepistas nos encontramos lo que Amat condensa en una frase: «la esencia de mi adolescencia». Porque eso es lo que es, maquillada, claro. Si no, qué gracia tiene la ficción. Rompepistas, «el primer niño melancólico del mundo», es quien podría ser el alter ego de Kiko Amat, pero luego están Carnaval (amistad sellada con sangre), el Chopped y Clariana, y en realidad muchos más. Son los punks del extrarradio de Barcelona, los «chicos con botas», los que piensan que las niñas son tontas hasta que dejan de serlo, los Skinheads por la Paz. Llevan ropa rota a propósito, maqueada por ellos mismos, con mensajes y dibujos y amenazas de topo tipo. Son echados del colegio, son azotados en público y en privado, beben y fuman y se drogan juntos, se ríen juntos, bromean y se pegan juntos, pero lloran solos. Porque también lloran. Y bailan, eso también juntos y mucho. También digo, si no no sería una novela de Kiko Amat.
En Rompepistas, que se llama igual que el protagonista y que una canción que parece nunca poder terminarse, tenemos una historia de adolescencia contada por el propio adolescente, que sabe que la está contando o, mejor dicho, que te la está contando, y se gira a veces hacia ti y te conmina, te amenaza, te ataca. Porque Rompepistas, como todos los demás (¿quién no?), se defiende atacando. Y en los descansos de cada ataque sabemos que la relación de sus padres no anda bien, que su relación con Clariana menos, que incluso a veces su relación con Carnaval tampoco; que su abuelo se quiere morir, que nadie quiere crecer y que parece que la gente de allí se pase la vida buscando su color en un lugar donde todo son diferentes tonos de gris.
Rompepistas es el muestrario de un grupo de adolescentes sin nombre, solo motes, que llevan (y saben que llevan) el fracaso escolar y vital y existencial en la cara, que viven en lo que ellos llaman «el quiste de Barcelona», «la verruga de pie urbana», «Extrarradio Power»; que crean una banda, las Duelistas, sabedores de que «esas canciones son lo único que tenemos», de que «el punk nos salvó la vida», de que bailan «para mantener a raya el maremoto de mierda y tristeza».
Y en todo eso, que es lucha y droga y sangre y sexo y más, hay también espacio para lo blando: y se nos salta la lágrima cuando vemos a Rompepistas con su abuelo en una cama de hospital, y deseamos todos juntos que Clariana y él vuelvan (porque cada uno lleva un tatuaje con el nombre del otro y por muchas cosas más), y nos enfadamos con el cura que los pega, y entendemos al final por qué en algún momento Rompepistas suelta eso de que «jamás hubiese sospechado que habría tanto llorar en este libro». Hay llorar y hay bailar y hay reír, pero también hay pegarse y hay tocar y tocarse, y besarse y drogarse. Hay tanto que en vez de ir formando copulativas creo que lo mejor es que dejéis de leer esto y leáis el libro.
Entiendo a Kiko Amat cuando dice que no cree que esta sea su mejor novela. Porque quizá no es la más trabajada, la mejor construida, la más bien andamiada. Pero sí es la más espontánea, la más caradura y sinvergüenza (prometo que a veces temes que Rompepistas salga del papel y te insulte), la que más ritmo, por lo menos para mí, tiene. Y a veces lo mejor organizado, hecho, planeado es bien, pero otras lo improvisado es mejor. Yo aquí me quedo con lo segundo. Qué gran novela es Rompepistas, para nada improvisada. El Watusi estaría (estará) muy contento.