Reseña del libro “Rosa la Sanguinaria”, de Nicholas Eames
El power metal fue la música que puso banda sonora a mi vida cuando alcancé la veintena. Grupos como Blind Guardian, Avalanch o Rhapsody me acompañaban allá donde fuera en mi cd portátil. El guitarreo electrizante, las baquetas extrayendo energía cinética de la batería y el cantante tratando de destruir la escala que mide los decibelios creaban una suerte de historias que parecían extraídas de las mejores novelas de fantasía épica. Los componentes de dichas bandas, con sus melenas al viento, aferrados a sus instrumentos como si de armas mitológicas se tratasen, se enfrentaban a todo tipo de monstruos que afligen el alma humana mediante el poder curativo de la música. El crossover perfecto entre la música y la literatura fantástica. Pero entonces llegó la novela Reyes de la Tierra Salvaje y tomó de la música casi tanto como la música había tomado prestado de Tolkien, Ursula K. Le Guin, Robert E. Howard o los juegos de Dungeons & Dragons. Nicholas Eames nos contó una historia que rendía homenaje a la fantasía aventurera más clásica pero vista a través del prisma de la industria musical. El autor natural de Ontario con un estilo ágil, desenfadado y aprovisionándose de todos los clichés del género, nos llevó a recorrer La Tierra Salvaje por primera vez.
Rosa la Sanguinaria, publicado por Gamon Fantasy (sello de Trini Vergara Ediciones) bautiza la segunda novela de Nicholas Eames además de ser el nombre de la líder de la banda de mercenarios conocida como Fábula. Los lectores que acompañaron en su periplo a Clay Cooper y su banda de mercenarios llamada Saga ya tuvieron la oportunidad de conocerlos fugazmente. En esta novela que funciona tanto como novela autoconclusiva, así como continuación y spin off, la acción toma lugar seis años después de lo acaecido en Reyes de la Tierra Salvaje. Si las andanzas de Saga tenían un marcado tono de aventura crepuscular con redención, la empresa que llevará a cabo Fábula viene marcada por la necesidad de una generación joven y sobradamente preparada de demostrar que son capaces de cualquier cosa. La forma que tiene el lector para colarse en las interioridades de Fábula es a través de Tam Hashford, una muchacha que está hastiada de trabajar en el pub del pueblo mientras observa cómo las bandas que están de gira recalan en el lugar para cantar sus aventuras y luego seguidamente marchar. Cuando la banda de Rosa la Sanguinaria pasa por el pueblo decide enrolarse con ellos trabajando como la barda del grupo. Pero antes de poder lanzarse a la aventura Tam deberá persuadir a su padre para que se lo permita. Eames planta aquí la semilla para que la obra entronque con un tema recurrente y que será la sal de una narración con muchos altibajos: la complicada relación que mantiene cada uno de los componentes de la banda con sus respectivas familias.
El simurg es un monstruo quimérico, una de esas bestias que en La Tierra Salvaje más de uno cree que es un invento de los viejos para asustar a los niños. El simurg es la clase de monstruo que Rosa cree que Fábula debe vencer para pasar a la historia. Y razón no le falta si repasamos a sus componentes. Cura es una bruja de tinta que cuando emplea su poder sus tatuajes cobran vida y entran en el campo de batalla. Brune es un cambiaformas capaz de convertirse en un aterrador oso. Cirrolibre es un ser legendario capaz de prever los movimientos del adversario además del digno portador de una espada mítica. Si a esto le añadimos a Roderick, el peculiar manager de la banda, ya tenemos al completo al elenco de la obra. El autor se toma su tiempo en explorar a los miembros de Fábula y en mostrarnos esas personalidades que más de uno debe esconder porque la sociedad todavía no está del todo preparada para aceptarles. En resumidas cuentas, son todos seres rotos, de una u otra forma, inseguros e imperfectos en solitario, pero completos y fuertes cuando se unen y forman esa extraña familia.
En Rosa la Sanguinaria los tópicos del género, los clichés del cine, las referencias a la música y a la cultura friki en general vuelven a salpicar la narración de Nicholas Eames. El drama se alía con la aventura y la prosa de Eames se torna poética para, tras la muerte de un personaje o en ese maravilloso epílogo repleto de nostalgia y sentimientos profundos, dejarnos el corazón hecho migas. La aventura coquetea con el humor (Roderick y cierto pirata compartiendo escenas es cachondeo asegurado) para marcar una lectura liviana y amena que solo flaquea al principio. Durante una primera parte de la novela el autor parece dar bandazos de un lugar a otro, en lo que podríamos describir como un jugador de un Final Fantasy yendo de aquí para allá con el único fin de matar monstruos y subir de nivel. Una vez la trama muestra su verdadero cometido así como el verdadero villano, la lectura nos lleva a reflexiones complejas. Alguna de ellas tiene que ver con la verdadera naturaleza de los monstruos, la discriminación por orientación sexual o la necesidad de perdonar. Y todo ello mientras recorremos, por segunda vez, La Tierra Salvaje.
“En ocasiones, también lloraba durante las nevadas.”