Años 90. El manga hacía ya un tiempo que venía dando de qué hablar en España, pero fue durante esa década cuando aterrizaron, como una invasión alienígena bien orquestada, las versiones animadas de todos aquellos cómics japoneses que los otakus habíamos consumido con la voracidad de un toxicómano que llevaba semanas con el mono. Fue entonces cuando mostró todo su potencial. Violencia desenfrenada que en ocasiones traspasaba la frontera del gore, erotismo o sexo explícito, cyberpunk, fantasía, amor y compañerismo, pero sobretodo grandísimas historias. Y allí estaba yo, en el corazón de aquella vorágine, un adolescente cualquiera, que se ahogaba en el furor de sus propias hormonas, encantado de que por fin alguien dejara de tratarnos como a mojigatos. Esa fue mi primera toma de contacto con el, por aquel entonces bastante desconocido, país nipón.
Tras imbuirme de forma pormenorizada de la cultura japonesa a través del manga y el anime era de esperar que quisiera más. A los videojuegos estaba tan acostumbrado que ni siquiera me di cuenta de que también formaban parte de forma sustancial e intrínseca de la cultura del país asiático. Luego llegarían nombres ligados a la literatura como Natsume Soseki, Haruki Murakami o Natsuo Kirino. Maestros del cine como Hayao Miyazaki, Akira Kurosawa o Takeshi Kitano. La cocina japonesa fue introduciéndose poco a poco; donde antes había un restaurante chino ahora servían sushi, makis, sashimi o gyozas. Añádase un poco de wasabi a la salsa de soja, sumérjase por la parte del pescado y a la boca. Madres que habían sufrido los berrinches de sus hijos ante la perspectiva de comer pescado alucinaban al comprobar como éstos ahora lo engullían de forma gustosa. ¡Y crudo!
Más, más, más; yo necesitaba más Japón.
El Salón del Manga de Barcelona, reuniendo lo mejor de la cultura japonesa sería ese oasis que muchos estábamos esperando. El siguiente y lógico paso era tantear el idioma. A través del típico diccionario, o con algún programa online, incluso intentando escribir algo. Las tablas de hiragana y katakana me provocaron dolor de cabeza. Tras un chute de ibuprofeno miré los kanji y ni siquiera me atreví con ellos. Lo hacía mal. Si tenía que aprender, ante todo debía ser una experiencia divertida. Entonces, como agua de mayo, apareció Sakura: diccionario de cultura japonesa. ¿Qué mejor forma de profundizar en la cultura de un país que a través de su idioma?
Tras Sakura: diccionario de cultura japonesa no solo encontramos a la editorial Satori, especializada tanto en la cultura de Japón como en su literatura, sino que también hay cuatro colosos de la filología, en el manejo de idiomas y en el malabarismo de letras, así como de las tres escrituras diferentes que componen el idioma japonés. Sus nombres son: James Flath, Ana Orenga, Carlos Rubio y Hiroto Ueda.
Sakura no es un diccionario bilingüe; no encontraréis palabras comunes que tienen su equivalente en español. En Sakura las palabras, en su mayoría, son conceptos, profesiones, tradiciones, momentos de la historia, pensamientos filosóficos o gastronomía; todos ellos tan únicos, tan exclusivos del país nipón, que la traducción al español que hallaréis es en realidad una explicación bastante detallada. En algunas ocasiones acompañada de una imagen que facilitará la comprensión del lector. Porque el idioma japonés es capaz de definir con una sola palabra el suicidio cometido por dos amantes que se arrojan a un río atados por la cintura para que en la próxima reencarnación vuelvan a estar juntos, o la extraña profesión en la que unos funcionarios empujan a la gente en el metro para que las puertas del tren puedan cerrarse. ¡Ahí es nada!
Pero si lo que llama más la atención de este diccionario es su inédito y original enfoque, está en la forma de estructurar la entrada léxica gran parte de su atractiva magia. Y es que la palabra a diseccionar, siempre escrita en romaji para facilitarnos la lectura y pronunciación, también se nos muestra en hiragana, katakana o kanji (dependiendo del caso); información que sería algo escasa si no fuera porque ésta se amplía al mostrar a qué género pertenece, el grupo temático en el que ha sido ubicada (bebidas, armas, botánica, etnografía, religión, música y así hasta 43 grupos diferentes), seguido de la definición en español y (¡oh grata sorpresa!) también en inglés, consiguiendo así que el diccionario sea por ello mucho más internacional y absolutamente completo.
En este punto, y quizás como conclusión, debería hablar sobre qué expresiones me han llamado más la atención, a pesar de que muchas y debido a ser un yonki de la cultura japonesa ya me sonaban, o sobre qué grupo temático mi hambre cultural ha quedado más saciada. Pero si he de ser sincero no puedo elegir. Sería injusto quedarme con el folclore, por todos esos yokais terroríficos o amigables que rondan por estas páginas y no hablar de la indumentaria típica que se vestía durante el shogunato Edo; o dejar de lado la gastronomía, que sea dicho de paso es mucho más variada de lo que nos pensamos. Inaceptable sería también hablar de todas esas palabras, de significado escabroso, que hablan de las diferentes formas de suicidio a las que un japonés es capaz de abocarse, dejando de lado toda esa filosofía zen que estimula a vivir de forma sutil pero plenamente. Creo que sin más os invito a leer las más de 3000 definiciones que se aúnan en este libro. Solo de esa forma descubriréis que Sakura: diccionario de cultura japonesa no es un diccionario al uso, tampoco aprenderéis un idioma con él, pero es la forma más divertida (tan simple como eso) y acertada de acercarse a la cultura de un Japón que a día de hoy se muestra menos desconocido pero todavía muy misterioso.