La literatura es un acto solitario. Los escritores pasan horas y horas escribiendo en una pantalla; solos ellos y sus historias. Unas historias que, tiempo después, los abandonan y se van con los lectores. Y esos lectores, la mayoría de las veces, también las leen a solas. Tal vez, sentados en el sofá, una mañana de domingo; quizá, tumbados en su cama, arañando minutos al sueño una noche de entresemana cualquiera. Incluso cuando leen rodeados de gente —en el metro, en la parada del autobús, en la sala de espera del médico—, están solos, ellos y sus libros.
Visto así, la literatura parece pura introspección: miles de momentos solitarios unidos por unas mismas palabras que a cada cual le cuentan una historia diferente. Un acto comunicativo silencioso, un trasvase de vivencias sin paragón entre personas que ni siquiera se han visto. Es un vínculo maravilloso, pero a veces no es suficiente. ¿Qué escritor no quiere ver la cara de emoción de un lector contándole que ha significado su libro para él? ¿Qué lector no desea agradecer al escritor todo lo que le ha hecho sentir?
El Día de Sant Jordi, celebrado en Cataluña desde 1926 y declarado Día Internacional del Libro por la Unesco en 1996, está marcado en rojo en los calendarios de los amantes de las letras. Muchas ferias se celebran en todo el país, llenas de presentaciones, charlas y firmas de libros, pero la Rambla Catalunya y Passeig de Gràcia son el punto de encuentro más emblemático de escritores y lectores, la fiesta grande de la literatura.
El día de Sant Jordi siempre está plagado de anécdotas. Los escritores y lectores por fin están cara a cara, compartiendo impresiones. En la Feria del Libro de 2017, un profesor de Literatura le dijo a Fernando Aramburu que Patria era el mejor libro que había leído en los últimos diez años, y por eso había decidido ponerlo como lectura obligatoria a sus alumnos el próximo curso. El escritor, muy espontáneo, se compadeció de esos adolescentes y le contestó: «Pobrecitos, ¡tan largo!».
El tiempo escaso y el público abundante no siempre dan margen a estas conversaciones. Jaume Cabré lamentaba que el contacto con el lector fuera «casi minimalista» y que solo pudiera preguntar el nombre y poco más, pero que valoraba mucho las sonrisas de los lectores al pedirle una firma, pues para él eran como vitaminas. Y es que el mayor trofeo que se puede llevar un lector es una dedicatoria en las hojas de cortesía del libro, esas líneas que sí durarán toda una vida, por más breve que haya sido el encuentro. Enrique Vila-Matas, uno de los más veteranos de la Feria de Sant Jordi, sabe que hay que ir preparado y acude bien provisto de bolígrafos —cinco en la última ocasión— para no dejar sin firma a ninguno de sus lectores.
Aún más desbordados se ven los escritores que han recibido algún galardón a lo largo del año. Por ejemplo, en 2016, Eduardo Mendoza recibió en Premio Cervantes y hasta él se sorprendió de la cantidad de público que aglutinó frente a su parada. Con su habitual sentido del humor, dijo que parecía que la mismísima Marilyn Monroe estuviera repartiendo besos, y pese a que solo firmó durante dos horas, los años de experiencia le hicieron aprovecharlas bien y sus lectores se llevaron hasta cuatro libros firmados, ya fueran comprados ese mismo día o traídos de casa. De igual manera, Dolores Redondo, Premio Planeta 2016, vio aumentar su cola de fieles lectores y describió la Feria del Libro como un «tsunami», una «paliza emocional» de la que se alimentaba durante mucho tiempo. Los lectores estaban emocionados por ver a la escritora de San Sebastián, no obstante, le coreaban que se fuera a escribir. Y es que a un lector le alegra la firma de su escritor favorito, pero mucho más que publique un nuevo libro.
El Sant Jordi de 2018 está a la vuelta de la esquina y seguro que dará pie a muchas más anécdotas entre escritores y lectores. Por un día, abandonarán sus soledades para mirar a los ojos a quienes están al otro lado de ese hilo invisible llamado literatura. Y aunque realmente no se conozcan y quizá nunca vuelvan a encontrarse, una mirada cómplice y unas palabras fugaces serán suficientes para saber que les une algo íntimo e inexplicable. Algo que solo se halla entre las líneas compartidas.
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