Sara ha muerto. Era inteligente, tenía una mirada espiritual, era tímida, insegura, buena estudiante, muy sensible , un poco solitaria, afectuosa e hija formal y obediente. Tenía 21 años y sólo pesaba 37 kilos. La novela comienza justo ahí, en el momento posterior a la muerte de Sara. Deja a sus padres desconsolados, perdidos, enfrentados a una convivencia en la que les falta el nexo más fuerte que los unía, incapaces de reconstruir su vida en pareja; deja un grupo de amigas que acuden muy respetuosas a su funeral pero que fueron uno de los desencadenantes de su enfermedad; deja también un diario personal que sus padres descubrirán y leerán, cada uno por separado. No serán los únicos que lo lean; también lo hará algún otro personaje, que añadirá su propia mirada y su trocito de conocimiento de Sara, y lo hará también el lector de la novela, que podrá así conformar el mosaico de la personalidad de la doncella muerta, Sara, a la cual conoceremos realmente sólo al final de la novela, al llegar a esas últimas páginas y a ese último párrafo tan lleno de gravedad, con ecos de tragedia griega, de epopeya con un final infeliz -el cumplimiento del destino aciago de Sara, morir cuando apenas empezaba a vivir, sin haber podido ofrecer al mundo todos sus dones- pero, como todos los finales épicos, imposible de evitar.
Sara, mi vida por 37 kilos, es más que una novela sobre una joven que cae enferma y muere. Es más que una novela de descubrimiento de un personaje y del mundo que había antes de su muerte y después, es decir, de la forma en que un personaje cambia el mundo, su mundo, por reducido que éste sea y por pocas que sean las personas a quienes engloba. En cierto sentido, es una disección contundente e implacable de cierto tipo de personalidad proclive a los desórdenes alimentarios, así como a cualquier otro tipo de enfermedad mental: personas vulnerables, muy sensibles a su entorno, en una edad especialmente difícil que hace que la piel sea permeable a cualquier agresión externa, que penetra el alma y provoca cambios que pueden ser decisivos y terribles; al mismo tiempo, es una exposición de cierto tipo de relaciones entre adolescentes, relaciones de poder y de dominación con un componente de crueldad muy marcado que puede destrozar vidas, como es el caso de Sara, miembro de un grupo de amistades con personalidades muy superficiales y egoístas que la empujan un poco más al vacío. Por otro lado, la novela es sincera y valiente al tratar los desórdenes alimentarios como lo que son: una enfermedad mental, no una moda, ni un “estilo de vida”, ni algo que se elige voluntariamente tanto al entrar como al salir de ellas, ni una “dieta llevada al extremo”; simplemente una enfermedad mental en todo lo que éstas tienen de feo, de aleatorio, de antirromántico, de mortal.
La caída de Sara en la anorexia se muestra sin caer en tópicos, de forma sutil pero directa, a medida que vemos su caída en la locura, gradualmente pero sin freno. Una muerte a cámara lenta y un deterioro de facultades psíquicas que vemos impotentes, sabiendo exactamente lo que está sucediendo y, en parte, por qué (conocemos algunos de los desencadenantes de la enfermedad de Sara, si bien no los porqués, quizás porque no hay porqués en el campo de las enfermedades psiquiátricas; todavía hay mucho que la ciencia ignora sobre éstas y sobre los desórdenes del comportamiento alimentario en concreto). El golpe resulta más fuerte cuanto que el principio del relato de la vida de Sara es ligero, de modo que, si no fuera porque la protagonista muere, casi podría ser el principio de una novela de comedia romántica. Y es que el fin del mundo seguramente sea así: no está precedido de truenos y de fanfarrias, sino que nos pillará en un día cualquiera, haciendo cualquier cosa banal, en un momento indistinguible del anterior.
Jon Ugutz Zubizarreta ha hilvanado en Sara, mi vida por 37 kilos una novela de rápida lectura, pero de poso profundo; de lenguaje ágil y directo, que no necesita de florituras para narrar un drama del que siempre puede decirse que “podía haberse evitado”.