Rafael Santandreu se hizo conocido para mucha gente gracias a sus habituales apariciones en un excelente (y, por desgracia, cancelado) programa de La2 de Televisión Española, donde era algo así como el “psicólogo residente” y compartía sus visiones sobre la vida, pasadas por el tamiz de la psicología cognitiva que él practica como profesional pero sin que este tamiz anulara su toque personal.
Podía uno estar más o menos de acuerdo con lo que él defendía, podían parecerle sus teorías y enseñanzas más o menos prácticas o más o menos utópicas, pero es poco cuestionable el carisma y el imán personal que irradiaba, a la par que una seguridad propia de las personas que creen firmemente en aquello que predican (en los medios tenemos a diario múltiples ejemplos de justo lo contrario, así que no es difícil notar la diferencia y aprender a distinguir el trigo de la paja). Contribuyó a aumentar esa fama –y, a la vez, se vio favorecida por ella– la publicación de dos libros: El arte de no amargarse la vida y Las gafas de la felicidad. Ahora nos llega su tercera aportación editorial: Ser feliz en Alaska. Se trata de un libro eminentemente similar a los dos anteriores (que ya eran similares entre sí). Lo contrario habría denotado falta de coherencia, por lo cual es de agradecer el inmenso parecido. Se puede decir, así, que estos tres libros forman una trilogía, una unidad de sentido, estructura tan de moda ahora en la producción literaria.
El tres se suele relacionar con lo místico, con lo elevado en el plano espiritual, y esto se cumple también en el caso de la trilogía santandreana. En Ser feliz en Alaska, Santandreu da un paso más allá (y también más arriba) de donde nos dejó en Las gafas de la felicidad y se adentra en terrenos un poco menos prácticos, menos apegados a la cotidianeidad, y un poco más pertenecientes al imperio de lo ideal, en su doble sentido de concepto relacionado con la idea y de sinónimo de perfecto y deseable. Si en sus dos manuales anteriores Santandreu nos brindaba pequeñas píldoras de aplicación bastante sencilla para evitar terribilizar, aprender a aplicar la bastantidad en nuestra vida y a que Pepe dejara de ponernos de los nervios (porque Pepe no puede ponernos de los nervios, sino que somos nosotros, con nuestro pelmazo discurso interior, quienes nos ponemos de los nervios a nosotros mismos siempre que Pepe hace cualquier cosa que no nos gusta), en Ser feliz en Alaska pone el tejado al edificio y nos invita a completar nuestro entrenamiento y a aprender a ver las cosas de otra manera. Repite constantemente el que debería ser el principio que guíe a todas las personas en su aventura vital: que lo que de verdad cuenta –y es lo único que cuenta– es nuestra capacidad de hacer las cosas con amor a la vida y al prójimo. Todo el libro se puede resumir en ese principio, y todos sus capítulos, anécdotas, experiencias –del propio Santandreu y de personas que él propone como ejemplo de superación y de amor por al vida– no son más que una emanación de aquél.
Este aprendizaje es un proceso y no siempre resulta sencillo practicarlo –los libros de autoayuda o de superación personal es lo que tienen: uno se siente muy bien mientras los está leyendo, pero se olvida fácilmente de sus consejos cuando se enfrenta a una pequeña crisis vivencial que pide a gritos el uso de lo que hemos aprendido–, y hay algunos pasajes del libro en los que resulta de todo punto difícil darle la razón al autor; las dosis de amor que exigen determinadas personas es demasiado elevado para cualquier persona normal, por muy buenas intenciones que tenga (ejemplos de ello hay, tristemente, en todos los medios cualquier día del año), y uno podría tranquilamente desafiar, y estar seguro de ganar el desafío, a cualquier gran idealista a intentar reformar mediante el amor a seres que han demostrado, con sus acciones, no tener ni pizca de humanidad. Es en casos como ésos donde los principios de amor fraternal, de comprensión sin límites y de intentar arreglarlo todo a través del diálogo y de la acogida incondicional chirrían o directamente se dan de bruces contra la realidad. Hay más, como por ejemplo la afirmación del autor de que es perfectamente posible ser feliz a pesar de perderlo todo, de padecer desgracias, etc. No digo que no tenga razón, sino sólo que tales afirmaciones están, probablemente, a años luz de la realidad cotidiana y de la capacidad o la voluntad de la mayoría de las personas, lo cual no quita para que sea totalmente encomiable la postura que manifiesta Rafael Santandreu.
Junto con esos pasajes, fácilmente identificables a nada que se lea el libro, Ser feliz en Alaska reúne otros que ejemplifican posturas afirmadoras de la vida, autosanadoras, motivadoras y alentadoras que son de más fácil y realista aplicación. Por otro lado, dejando aparte su vocación de libro de ayuda, Ser feliz en Alaska constituye una lectura muy agradable, trufada de la expresión de ideales muy elevados, espirituales y hermosos.
Leire Kortabarria
@leiresroom