Cuando uno se entera de que uno de sus escritores preferidos tiene calentito un libro cuya salida es inminente se produce un proceso de combustión en su interior. Una llama se enciende dentro y corre a informarse por su cuenta sobre ese libro para avivar más la llama y las ansias vivas o para domarlas. En mi caso eso me sucede, entre otros, con Pérez-Reverte. Ya he reconocido más de una vez que soy fan de él. Pero ojo, no hay que confundir fan con fanático. No por gustarme las novelas de un autor automáticamente tiene porque gustarme todo lo que haga, diga o escriba. De hecho, no pude pasar de la mitad de El tango de la guardia vieja (y eso que lo tengo dedicado), fracasé en el intento con Cabo Trafalgar, me aburrieron La Reina del Sur y La carta esférica y Falcó me dejó algo frío. Pero sigo fiel al autor porque me ha hecho pasar ratos muy buenos con, por ejemplo, Lucas Corso en el Club Dumas (uno de los pocos libros que yo, que no soy muy de releer nada, he revisitado más de una y de dos veces), he gozado con todas las peripecias de Alatriste, me he despollado con La sombra del águila, y en definitiva, lo he pasado teta con la mayoría de sus libros.
Así que, ¡por vida de!, no miento si afirmo que no las tenía todas conmigo cuando supe que su siguiente novela trataba sobre la figura del Cid. Porque… ¿por dónde iba a salirnos ahora? Y encima la contraportada no aclaraba nada sobre la cuestión. Sin embargo, pensé: realmente, ¿qué sé yo del Cid? Y enumeré patética y mentalmente el resultado: sabía que su caballo era Babieca, su espada Tizona, que fue desterrado, que ganó batallas después de muerto, que de pequeño vi la serie “Ruy, pequeño Cid”, de la que solo recuerdo la sintonía y que Charlton Heston (bastante más alto y rubio que Rodrigo Díaz) le interpretó. O sea, no sabía una puta mierda de uno de los más importantes mitos de la historia de España y lo que sabía no era del todo correcto.
Ahora, una vez acabada la lectura de Sidi puedo decir que sé mucho más del hombre, de su historia y de la realidad de nuestro país en aquellos tiempos. Y no solo eso, sino que ha logrado que me interese el personaje y ya me he agenciado un Cantar de Mío Cid para desfacer el entuerto. Eso, creo yo, dice mucho de lo que Pérez-Reverte ha conseguido en este libro.
Entonces… ¿de qué va todo esto de Sidi? Pues, teniendo en cuenta que del Cid tan solo un 25 por ciento de lo que se sabe es historia comprobada, lo que se nos va a contar va a ser un trozo de su vida. No es una adaptación ni una actualización del Cantar. Es una novelización ficcionada de un pedazo de vida en el que van a mezclarse realidad y ficción imaginando los hechos y personas como cree el autor que sucedieron o fueron o como le gustaría pensar que fueron. Por eso mismo, es un retrato tan real y/o tan falso como todas las versiones que ha tenido a lo largo de la literatura o el cine.
El académico de la Lengua narra los seis primeros meses del exilio al que se ve sometido, cuando todavía no era ni una sombra de la leyenda en la que se convirtió y nos descubre que en España nadie tenía la idea de expulsar a los moros del país, sino que, al contrario, España era toda una macedonia de culturas. Estaban los reinos cristianos del norte y los reinos moros en el sur. Y el Cid va a moverse por esa frontera en donde unos y otros se aliaban para batallar contra otras formaciones de moros también aliados con cristianos. Todo el mundo luchaba contra todo dios y todo dios se aliaba con todo el mundo. Y el Cid era como Anibal Smith, el cabecilla del Equipo A. Un mercenario que se arrimaba a quien quisiera pagarle el sueldo, ya fuera musulmán o no, a él y a todos los soldados que, eclipsados por su carisma, se le iban uniendo, y que batallaba contra cristianos si era lo que se terciaba en ese momento. Porque en las fronteras, como en la vida, ni todo es blanco ni negro; lo que predomina es el gris ambiguo.
“Campidoctor, lo llamaban a veces. Dueño del campo, o campeador. Amado por unos y envidiado, temido y detestado por otros, había tomado como lema el de un emperador romano, sugerido por un abad amigo de su familia: Oderint dum metuant. Que me odien, pero que me teman. Estaba escrito en su escudo, en latín.”
Así vamos a asistir a la forja de una leyenda y a descubrir el carácter de un hombre castellano con huevos como cocos que respeta a su tropa y se hace respetar no solo por ella, sino también por sus enemigos. Que renuncia a los lujos que le corresponden porque se los ha ganado, que es un machote que cumple su palabra de honor (en unos tiempos en los que eso aún significaba algo), que reconoce en la intimidad que el día antes de la batalla tiene miedo, que intenta aprenderse los nombres de todos sus hombres y duerme y come junto a ellos y que, aún sin tener obligación de hacerlo, sigue reservando parte de los botines al rey que le condenó al exilio. Un hombre que en la batalla es uno más y no se queda en lo alto de una colina observando el desarrollo de esta. Un Rodrigo Díaz que puede ser rudo si hace falta, pero que conoce los usos, costumbres y maneras moras y que incluso maneja el Corán mejor que muchos musulmanes, pues la vida le va en ello.
La lectura inevitablemente me ha recordado al estilo creado para la saga del capitán Diego Alatriste. Se nota que hay un gran trabajo de documentación, aprovechamiento de vivencias personales en fronteras en conflicto y conocimiento profundo del protagonista de esta novela. Un vocabulario sencillo, pero cuidado, que me ha hecho incluso sentir el ruido de los cascos de los caballos sobre la tierra, el sonido metálico de espadas, de las cotas de malla, de las saetas al impactar en los escudos…
“Resultaba asombroso, pensó Ruy Díaz, lo que esa clase de gente podía hacer, o soportar, o sufrir, por una soldada y un pedazo de pan. Eran hombres sencillos, capaces de matar sin remordimientos y de morir como era debido.”
Los diálogos son en su mayoría chulescos, secos y en ocasiones pueden parecer desdeñosos pero no irrespetuosos, y en ellos parece haber un interés en que el Cid remate las conversaciones con un ingenio, machada o una sentencia (a veces sabia, otras peliculera) para quedar por encima del otro.
En definitiva, Sidi se lee con muchísimo interés, de carrerilla. Emociona y entretiene y molaría que tuviera continuación (aunque Pérez-Reverte ya ha dicho que nanay). Un libro con el que se puede aprender algo de la Historia de España, de cómo fue y no como quieren hacernos creer algunos mangarranes con intereses partidistas.
“–No es fácil mandar, Tello Luengo.
–No siempre es fácil obedecer, señor.
–Lo sé… Por eso es un honor mandar a hombres como tú. ¿Alguna cosa más?
Brillaban los ojos del otro, reconfortado de orgullo.
–Deseadme que muera bien.
–Adiós, soldado.
–Adios, Sidi.”
Un Cid que muy seguramente no sea un fiel retrato de cómo fue, pero un Cid que es el de Pérez-Reverte.