Siempre hemos vivido en el castillo, de Shirley Jackson
Tengan cuidado, este relato de apariencia gótica y lectura ligera cuenta más de lo que dice.
Lo mejor de los cuentos de hadas es que en ellos todo está claro desde el principio: la malvada madrastra tiene una enorme verruga en la punta de su nariz ganchuda y la heroína es guapa y rubia y a pesar de sus orígenes humildes tiene muy buenos modales. Está claro; con todas estas pistas no hay manera de perderse y el lector sabe bien a qué atenerse en todo momento.
Siempre hemos vivido en el castillo es, en cierto sentido, un cuento de hadas moderno y posee esa atmósfera densa y viciada que embota los sentidos y propicia que el lector no se asombre cuando aparezcan las brujas y los fantasmas. Pero al contrario de lo que sucede en los relatos clásicos, aquí Shirley Jackson se permite escamotear las certezas e invertir todos los términos: ahora resulta que las personas normales ―aquéllas que harían el papel de los buenos aldeanos― son absolutamente odiosas y, sin embargo, los extraños y sospechosos habitantes de la casa Blackwood (el castillo del título) son encantadores. De una forma un tanto siniestra, es cierto, pero encantadores. Allí, en la elegante y bucólica mansión, todo tiene un sentido y un equilibrio; la vida es feliz. Mientras, en contraste, en el pueblo todo es feo y vulgar y la existencia de sus groseros habitantes está dominada por la envidia y la murmuración.
Y esto, querido lector, no es lo peor; no contenta con trastocar las convenciones del género, Jackson se mueve durante todo el relato en una ambigüedad tan desconcertante como atractiva, cautivando de tal modo al lector que se diría que es la autora la auténtica bruja de esta historia.
Perdidos los puntos de referencia, en este cuento de apariencia gótica, malvado e irónico, divertido y macabro, la historia de los Blackwood (el envenenamiento de la familia, el juicio, la reclusión de los supervivientes en la mansión) se diluye en el aire de las habitaciones cerradas y es el lector quien debe reconstruirlo a partir de las vagas alusiones que van colándose en los diálogos. No importa, no es necesario esforzarse en armar el puzle; aquí lo realmente fascinante son los personajes: a Constance, al tío Julian y muy especialmente a la inquietante Merricat se les toma cariño inmediatamente y a buen seguro permanecerán mucho tiempo en la memoria del lector.
“Una gran roca negra indica la entrada al sendero donde está la puerta que abro y cierro con llave tras de mí; luego cruzo el bosque y ya estoy en casa.
La gente del pueblo siempre nos ha odiado.”
Merricat, esa niña-mujer indomable, adorable y perversa al mismo tiempo, amante de la naturaleza y, sobre todo, de la libertad, es una seductora a su manera. Soñadora incansable, sus fantasías (especialmente aquéllas en las que da rienda suelta a su odio, tan sádico como infantil; en ciertos momentos cualquiera de nosotros desearía ver desaparecer a aquellos que nos molestan, pero ver a Merricat imaginando como camina sobre los cuerpos agonizantes de sus vecinos es tan perturbador como divertido) pueden hacer pensar que le falta algún tornillo. ¿Está realmente loca Merricat? ¿Es acaso una locura consciente, premeditada, hamletiana? Quizá, porque en más de una ocasión se diría que esta desconcertante adolescente es la única persona cuerda de la comarca e, incluso, que maneja a su antojo a los demás.
Al menos ella sí cree que puede controlar a los demás, o al menos mantenerlos alejados con su torpe e infantil brujería. Pero su fe en sus inútiles hechizos contrasta con la obsesiva dedicación de su hermana Constance a la cocina (lo que no deja de ser escalofriante en una familia en la que casi todos sus miembros han muerto envenenados en la mesa). Tampoco aquí Jackson deja de jugar al escondite con su lector y mientras los conjuros de Merricat suenan a broma, la cocina de Constance, elevada a ritual y símbolo del ciclo de la vida, la convierte en una verdadera alquimista.
“―Comeremos una ensalada primavera ―dijo.
―Nos tragamos el año. Nos comemos la primavera y el verano y el otoño. Estamos esperando a que crezca algo para luego comérnoslo.”
Y podría seguir ―como hace Joyce Carol Oates es el brillante postfacio―; hay muchos pequeños detalles que no voy a revelar aquí y que si no se pasan por alto, son sumamente inquietantes y sugieren que en Siempre hemos vivido en el castillo hay mucho más de los que Jackson nos cuenta, pero lo que no se puede pasar por alto de ningún modo es que este libro, aunque se trate de una lectura ligera y divertida, apenas se molesta en esconder una ácida sátira de una sociedad mojigata, reprimida, envidiosa y cruel que tan fácilmente se deja arrastrar al linchamiento social, y quizá físico si las circunstancias son propicias, del diferente, del independiente, del soñador.
Ya que Shirley Jackson teje su texto a partir de incertidumbres y ambigüedades, privando al lector de certidumbres que le guíen, es normal que uno se equivoque, así que yo rectifico: lo mejor de los cuentos de hadas es que en ellos encuentran un hogar, un refugio frente a la justa ira de la gente “normal” los diferentes, los independientes y los soñadores.
La leí hace muchísimos años, pero ya no me acuerdo ni de qué iba.