La llegada del hijo pródigo es carne de literatura desde tiempos inmemoriales. Una prueba de madurez en forma de relato mítico que ya hemos absorbido como propio. Muchos de estos relatos nos invitan a formar parte de la revancha implícita y la alegría explícita del reencuentro. Sin embargo, son pocos aquellos que destejen el por qué de la marcha y la probabilidad de que dicho regreso sea ominoso e incluso macabro. Estamos ante un caso que rompe el molde. Si bien es cierto que presenciamos el regreso de un hijo a la casa familiar, también lo es que las alegrías y el rechazo llenan las habitaciones a partes iguales. Y es que el nuevo título publicado por Dos Bigotes, no sólo empieza a estar en boca de todo el mundo por la reciente adaptación cinematográfica de Xavier Dolan. Tiene méritos propios como para colarse en las mejores lecturas de 2017. Decir esto, empezando febrero es ser de todo menos comedido. Pero pocas veces uno encuentra una obra capaz de hacerte parar la lectura para entender qué está pasando tanto dentro de la página como dentro de ti. Tan solo el fin del mundo es una obra mínima en ejecución que acaba desbordando al lector en más de un sentido y consigue remover cimientos aparentemente sólidos.
La pieza teatral comienza cuando Louis, ante una inminente enfermedad que acabará con su vida, decide volver a la casa familiar para comunicar el terrible diagnóstico y, de paso, reconciliarse con su pasado. Poco de este plan podrá llevarse a cabo cuando entienda que aquellos que nunca se marcharon tienen tanto o más que decirle. Una madre que le extraña, un hermano que le niega, una hermana que le idolatra y una cuñada que no le conoce. Estos cinco personajes vivirán las horas más tensas de sus vidas. En el mero transcurso de un día, verán cómo todo lo que creían enterrado encuentra su camino a la superficie, dejando claro que el olvido que nos promete el tiempo tan sólo es un préstamo que tarde o temprano debemos devolver. Como si de un asesinato cometido años atrás, al reunirse todas las piezas, cada uno de estos seres infelices, entendemos la dimensión del crimen y las medias mentiras que han servido para evitar el derrumbe. Todos bajo el mismo techo y sin poder apartar la mirada. Y es tanto el rencor y es tanta la rabia que, poco a poco, la futura muerte de Louis se diluye en un sinfín detalles de una vida pasada que cada uno recuerda a su modo.
No he visto la obra representada y la adaptación cinematográfica de Dolan dista lo suficiente como para que puedan complementarse, pero no reflejarse la una en la otra. Sin embargo, no puede negarse la fuerza violenta que su autor, Jean-Luc Lagarce, ha insuflado en el texto. Cada uno de los personajes necesita decir, pero no puede. Cada uno tartamudea de un modo diferente en el intento vano de hacer llegar a los demás su dolor o su nostalgia. De hecho, el autor ha usado el monólogo en gran parte de la pieza para dejar claro esta ausencia de diálogo. La comunicación no sucede de un modo bidireccional. Los personajes sueltan las palabras y nunca sabemos si calan en el interlocutor. Siquiera si hay interlocutor en algunas de las escenas. Esto duele por potente y porque deja claro que en el fondo Tan solo el fin del mundo es una obra que nos habla del aislamiento en el sentido más letal del término, aquel que nos impide llegar a otro humano incluso cuando lo tenemos justo enfrente. Incluso cuando tiene dentro nuestra misma sangre.
La familia es la máquina del tiempo más rudimentaria que existe. Nos hace volver a un tiempo que ya fue, pero cuyo recuerdo dista mucho de la imagen distorsionada que uno recibe. No hay botones de emergencia que pulsar si uno quiere volver al presente. Ni cinturones que nos aseguren que no saldremos heridos del viaje. Te lleva atrás y te enfrenta a cosas que fueron y que te formaron. Cosas que aún duelen y que por tanto no hemos aprendido a pronunciar. Como ya nos enseñó Lorca, la muerte y la familia son dos hechos inevitables en la vida de todo ser humano. Y la reconciliación con ambas potencias hará válido nuestro paso por el mundo. Si sucede, claro. Jean-Luc Lagarce nos muestra las infinitas posibilidades de este duelo. Y es que esta hermosa pieza de orfebrería cuenta con aristas rencorosas y con silencios prolongados. Todo el equipaje que nos hace falta para viajar atrás y decir ‘He vuelto a casa’ aunque todos estén mirando a un extraño.