Tierra, de David Vann
“Un hombre que no vive con su familia no puede ser un hombre”. Son palabras de Vito Corleone. Claro que eso depende siempre de la familia. Que es mero azar. Que es otra forma de decir aquello de que “no se puede elegir”. Así que toca lo que toca. Y a veces ocurre que siempre hay algo, siempre alguien, siempre, un tiempo, en que las cosas no encajan como deberían. No sé si sucede en todas las familias, o solo pasa en algunas. Pero lo cierto es que si las piezas no se amoldan, a uno le queda después esa sensación inevitable de andar por el mundo como si estuviera un poco defectuoso. Como si tuviera la necesidad constante de estar explicándose a sí mismo. Porque hacia atrás no hay forma de reconocerse.
Así las cosas, si Don Vito Corleone hubiera leído a David Vann probablemente le hubieran entrado ganas de matarle. Vann no solo es de la opinión de que la familia no es sagrada sino que además considera que es necesario, imprescindible de hecho, abandonarla. Y cuanto más lejos mejor. Claro que el autor norteamericano proviene de un lugar atípico. Cinco suicidios, uno de ellos el de su padre, un asesinato y malos tratos. Material suficiente para escribir una trilogía, compuesta por los ya reseñados, Sukkwan Island y Caribou Island, y para la que Tierra aparentemente pone broche final. Tres títulos que funcionan como novelas independientes unas de otras, que se construyen a base de las diferentes relaciones familiares, todas ellas tortuosas y complejas y de las que es la primera la mejor, probablemente porque acude al centro del dolor, la difícil relación del autor con su progenitor.
Con esta nueva novela, por tanto, abandonamos el frío ambiente de las islas de Alaska, para adentrarnos en la calurosa, más bien asfixiante, California, donde convive Galen, retenido sin posibilidad de pagarse unos estudios, con su madre, en una apartada casa de legado familiar situada a las afueras de Sacramento. En el mismo lugar donde crecieron su tía, que también tiene una hija, Jennifer, y su madre, a la sombra de un padre maltratador y de la abuela, que ahora vive en una residencia.
Lo malo que tiene Tierra es que a veces da la impresión de alargarse demasiado. A David Vann le gusta entretenerse en el camino. Así que no nos queda otra que seguirle. De la mano. No vaya a ser que nos extraviemos en ese sendero oscuro. Porque Vann, ya lo he escrito en otras ocasiones, es un autor incómodo, que atraviesa la herida para hablarte del daño. De los instintos más bajos. De la esencia del mal. En el fondo siempre se trata del dolor. De buscarle un sentido. Pero de una manera desorbitantemente implícita. Inaccesible al lector y a sus personajes que solo crecen en una dirección. Oscura y agresiva. En un afán por herirse los unos a los otros. Como animales enrabietados a punto de morirse.
Una novela ficticia, no creo que haga falta decirlo, que, sin embargo, tiene mucho que ver con la vida de su escritor, según confiesa, y la difícil relación que mantuvo con su madre durante años. Hay un punto de honestidad, de inmensa valentía en ella, difícilmente asimilable en esta confesión. Porque en Tierra, que oculta una crudeza solo soportable desde la ficción, uno se siente oprimido y violento desde el principio. Con ganas de huir. Consciente de que si te quedas, aquello, sea lo que sea, te arrastrará. Pero de la que, de alguna manera, no hay modo posible de escapar. Como le ocurre a su autor, incapaz de alejarse por completo de su familia, sobre la que vuelve una y otra vez a través de su literatura. Por esa necesidad de explicarse. O de entender. Tal vez, como diría Corleone, porque sin ella, no hay posibilidad de ser un hombre, en el sentido más amplio de la palabra.