¿Cabe una vida entera en ciento cuarenta páginas? La de Andreas Egger sí, al menos tal y como la escribe Robert Seethaler. ¿Cabe una vida interesante? Por supuesto. Y cabe una buenísima novela que, de puro simple, es casi revolucionaria.
Toda una vida desovilla la existencia de Egger, una madeja del tamaño de un puño que transcurre entre las primeras y las últimas décadas del siglo XX, casi siempre con el mismo decorado de fondo: el valle recóndito de los Alpes donde crece y termina muriendo. Andreas llega a él tras perder a su madre y quedar al cargo del granjero Kranzstocker, quien lo convierte en un mulo de carga y lo castiga con frecuencia, hasta el punto de dejarlo cojo tras una de sus palizas. El abandono, el maltrato y la cojera no impedirán que más adelante recorra los valles cercanos enrolado en la compañía que construye el teleférico, ni que años después sea llamado a filas durante la Segunda Guerra Mundial. Pero sí marcarán el carácter de Andreas, convertido en un adulto sobrio, reservado y tranquilo que encuentra menos consuelo en sus semejantes que en la belleza casi dolorosa de la montaña, incluso cuando la propia naturaleza le arrebate su bien más preciado.
En la narración, Egger, casi analfabeto y poco dado a la verborrea, es suplantado por un narrador omnisciente. Elegante, profunda pero no rebuscada, la prosa de Robert Seethaler dota de sentido a un personaje que, como cantaba Nacho Vegas, no tiene mayor plan que sobrevivir. Porque mientras las cosas mutan alrededor según avanzan las páginas de la novela, Andreas permanece, siempre en primer plano, casi inalterable.
Desde el punto de vista formal, Toda una vida no contiene ningún secreto. Unos pocos flashbacks y un puñado de diálogos salpican sus líneas casi sin lograr desviar la narración cronológica de la existencia del protagonista. No hay tramas secundarias, apenas existen perfiles aparte del de Andreas y el de Marie, su gran amor, y para colmo se puede afirmar que el protagonista no cambia, no evoluciona, no parece ir a hacer nada distinto al final de la novela que lo que habríamos pensado al principio, nada más conocerlo.
Sin embargo hay algo en esta obra que impulsa a no abandonar su lectura, que imanta y reconforta, que hace que cuando se cierra la última página nos quede la sensación de vacío que solo dejan las buenas historias. Así que tiren a la papelera todas las enseñanzas de sus talleres de escritura creativa, olviden a los críticos y a los maestros. Muchas de las cosas que todos hemos dicho que hacen falta para construir una gran novela aquí, simplemente, no están. Y no se echan en falta. La lectura pausada pero constante de la prosa de Seethaler, dulce pero no empalagosa, tierna sin caer en sentimentalismos, nos devuelve un placer familiar, a veces perdido. La tranquilidad de un par de horas de silencio después de una semana envuelta en ruidos, el sonido amortiguado de nuestros propios pasos en la madrugada, después de consumar el asesinato de la electricidad. La sensación que debió de tener el ficticio Andreas en cualquiera de sus amaneceres en el valle.
En resumen, Toda una vida es un libro elegante al que regresar cada invierno, un descubrimiento inesperado y delicioso que no debería quedar sepultado bajo el alud de la próxima remesa de novedades.