Todo el tiempo del mundo, de E.L. Doctorow
Defiende Doctorow que, a diferencia de la novela en la que la escritura es un acto de descubrimiento, el cuento es una situación preconcebida en la que los personajes y la trama se anuncian a sí mismos y su voz y sus circunstancias están decididos previamente y son inmutables, porque uno escribe un cuento a partir de una idea previa completa, no la va configurando según escribe. Puede que ese sea el único nexo de unión entre todos los magníficos cuentos que componen este Todo el tiempo del mundo, tan diversos en temática, estilo y ambientación que no son siervos sino de si mismos, que se rigen por sus propias normas narrativas y el grandísimo talento del autor se plasma en su capacidad para diluirse en la historia que cuenta, de manera que parece que se cuenta a sí misma.
y me sonrió con una sonrisa tan diáfana y hermosa y plácida de reconocimiento que nunca la he olvidado ni la olvidaré jamás; era la sonrisa adorable de la ausencia de tretas y secretos, de la cortesía profunda y amable en su corazón férreo. Y es que, cuando a Missy la vida se le ponía cuesta arriba, tenía un sitio adonde acudir a todas horas, de día o de noche, en verano o en invierno, y sabía que había alguien para servirle una comida y abrirle la cama. Esa era exactamente la diferencia entre nosotros.Los primeros dos cuentos parecen muy estadounidenses, retratan con maestría esa profunda infelicidad matrimonial que algunos confunden con la costumbre y están narradas, como les es propio, con un tono brillante y un tanto duro, con ese punto arrogante o ácido con que a veces conciben la intelectualidad en aquel país y que bien administrado es en realidad una faceta del talento. Pero a menudo que avanzamos en la lectura de este
Todo el tiempo del mundo vemos aparecer ante nuestros ojos tal despliegue de registros, tal dominio de la técnica narrativa y semejante coreografía de personajes que uno no puede sino sorprenderse de la maestría de este autor al que hasta ahora nunca había leído, pero que es incuestionable.
Su verdadero padre estaba en la penitenciaría del estado sin libertad condicional por la misma razón que su madre estaba en un cementerio detrás de la Primera Iglesia Baptista.
Hay relatos más negros, otros más líricos, en este Todo el tiempo del mundo, Doctorow nos hace frotarnos los ojos en ocasiones del asombro, pero también en otras porque de los cuentos se desprende el humo del tabaco de un relato que bien podría haber sido escrito en el Savoy de Alvite. Recorren estos relatos múltiples puntos de la geografía estaounidense, con una brillante incursión en Europa, en la Galitzia (territorio situado entre Polonia y Ucrania, poco que ver con la nuestra) de antes de la guerra y la devastación terrible que la castigó.
En el estado de regocijo, es posible amar a la persona a la que se ha traicionado y regenerarse en el amor por ella; es plenamente posible. El amor renueva todas las caras y costumbres e ideales y deja relucientes los barrotes de la prisión.
Si hay algo que caracteriza estos relatos incluidos en Todo el tiempo del mundo, que tampoco tendrían porqué tener un hilo conductor (eso es una exigencia editorial que nunca seré capaz de comprender), habría que buscarla no tanto en la luz propia de cada relato que el autor dice, con razón, que tienen, como en esa descripción de la escritura de cuentos que señalé al principio que cita E. L. Doctorow, el cuento como una situación cerrada, concebida de antemano, como un universo propio en el que nada ajeno a la imagen o a la situación que los inspiró tiene cabida. No sé porqué son tantos los escritores de cuentos que sienten la necesidad de escribir decálogos, tratados o simplemente esbozar sus ideas sobre lo que debe ser la escritura del relato, probablemente se debe a que es un género injusta e incomprensiblemente minusvalorado por la crítica y el público, pero de todos ellos es probable que E. L. Doctorow sea el primero de cuantos he leído que, además de enunciar unos principios esenciales, después los cumple. Porque el cuento es el género libre por excelencia y conviene conocer cuantas normas existan o se inventen, pero sólo para ser consciente mientras se escribe de que se transgreden, porque la transgresión ha de ser voluntaria para no ser simplemente falta de talento o de conocimiento.
A modo de anécdota, siempre me resulta muy gratificante encontrar en algún texto la materialización de una idea propia, saber compartida una manía con un personaje literario me hace verlo con mayor simpatía, y eso es lo que me ha ocurrido con el siguiente párrafo del último de los cuentos de este magnífico trabajo que es Todo el tiempo del mundo:
O la necesidad de comprar palomitas de maíz… ¿Comprar palomitas de maíz en los cines como quien enciende una vela votiva en una catedral? La obligación de comer palomitas de maíz, que no comes en ningún otro momento, mientras ves imágenes en movimiento por las que tienes que preocuparte es una peculiar costumbre antropológica para la que no tengo una explicación aceptable.
Andrés Barrero
andres@librosyliteratura.es
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