Cuando oí la noticia –Empar Moliner había quemado un documento de la Constitución ¡en la tele! ¡en directo!–, no podía dar crédito. ¿Empar Moliner? No podía ser. Y es que sólo hay que mirar su foto y leer un libro suyo para que automáticamente nos caiga bien esta escritora. Por fuerza, tiene que ser una persona agradable, simpática y, lo que viene al hilo de la increíble noticia, conciliadora, capaz de llevarse bien con todo el mundo por encima de ideologías, credos, creencias y postulados y, lo más importante, capaz de ese ejercicio tan sano y que, desgraciadamente, no practicamos lo bastante: reírse de sí misma y, como consecuencia ineludible de ello, no tomar nada en serio tanto como para llevar a cabo determinadas acciones que pueden ofender a otras personas. Por eso no daba crédito. Pero luego me puse a leer Todo esto lo hago porque tengo mucho miedo y comprendí lo que había pasado: Empar Moliner había querido darnos una lección de intertextualidad. ¿O es metatextualidad? Un ejercicio en el que el escritor se autorreferencia, vamos. Hacer que la realidad supere la ficción y, mutatis mutandis, hacer que el arte imite la vida; si no la imita, hagamos que la imite.
Porque lo que Empar Moliner nos muestra en los relatos que forman Todo esto lo hago porque tengo mucho miedo es sencillamente eso: la realidad, en sus formas y extremos más absurdos, aquellos en los que se diluyen los moldes del drama e, incluso, de la tragedia y todo adquiere un tinte cómico que nos hace sonreír a pesar de nuestro asombro. Y este es el gran talento y el regalo de Empar Moliner al lector: provocarle la sonrisa o, por lo menos, la levedad de humor que sólo puede venir cuando tomamos distancia de la realidad.
En el mundo de Moliner, comparecen la pérdida, la soledad que quema como agua hirviendo, la muerte, la desesperación, los errores de juicio, el sufrimiento. Tremendo, ¿verdad? Y, sin embargo, está todo retratado desde una óptica tal, que, sin dejar de conmovernos, las historias nos resultan graciosas o, cuando menos, lo bastante chocantes como para que al llanto sustituya la elevación de cejas o la leve sonrisa de quien se reconoce en otro y es capaz de reírse, en ese otro, de sí mismo. Porque habrá poquísimas personas que se hayan vuelto tan locas de soledad que estén dispuestas a hacer el ridículo con tal de arrejuntarse con alguien y, además, hayan tenido epifanías malévolas con respecto a presuntos amigos y, además, estén tan desquiciados por el sufrimiento de los hijos que adopten acciones disparatadas y, además, pongan en peligro a terceros con tal de llevar la razón y, además, estén dispuestos a arrastrar su dignidad por el fango con tal de adaptarse a lo que los demás esperan de él (aun cuando no sepa muy bien qué esperan) y, además, se hayan sentido muy pequeñitos e insignificantes al lado de personas que no merecían ninguna admiración; porque todo eso junto es mucho, pero, ¿a quién no le ha pasado al menos una de esas cosas? Y, desde la distancia y la sabiduría que ésta normalmente da, ¿quién no se ha dado cuenta, quizá con sonrojo, de que, bien mirada, la cosa sí que tenía su gracia? Pues todo eso les pasa, de alguna manera, a los personajes de Todo esto lo hago porque tengo mucho miedo.
Si tuviera que mencionar un denominador común a todas las pequeñas historias, narradas con agilidad, con ironía y con ternura, que reúne este libro, mencionaría precisamente ése que nos pregona el título: el miedo. El miedo que podemos sentir cualquiera de nosotros en cualquier situación de la vida; miedo a la ansiedad, miedo al miedo, miedo al ridículo, al compromiso, al error; miedo al fracaso, al olvido, a la soledad, a la obsolescencia. No creo que sea por casualidad que el relato que da nombre a la colección sea el que describe la situación más corriente, la más universal, la que puede suceder a cualquier persona normal, y que sea aquél en que el miedo está más perfectamente descrito, con pelos y señales, reconocible a la primera lectura.
Comparecen también en Todo esto lo hago porque tengo mucho miedo los mundos editorial/literario/periodístico, por un lado, y gastronómico (elitista, se entiende), por el otro; mundos que Empar Moliner ya ha hecho objeto de burlesco inventario en obras anteriores. Destaca, por lo certero de sus dardos, El tema del artículo, que narra una ocurrencia que seguramente es más real de lo que querríamos creer; y, por lo tragicómico y conmovedor, Dos años en la vida de Flora Camí y Siempre lo habían dicho. Cada relato tiene su aquél, y cada uno muestra tipos que fácilmente podemos reconocer en nuestra vida diaria o en la esfera pública. ¡Cuántas Sandra de Fluvià y cuántos Miquel Obrador habrá por ahí!