Mmmm… microrrelatos. Me encantan. Me gustan mucho. Y sé de lo que hablo pues de vez en cuando escribo algunos. Puede parecer fácil. Seguramente muchos pensaréis que, “bah, sólo son cuatro líneas, eso lo hace cualquiera”. ¡Y una mierda! ¡Doble, además!, digo yo. En algún sitio leí, y recorte lo siguiente acerca de esta ya no tan nueva forma de literatura:
“El microrrelato es un reto: obliga a romper moldes. Si no, más vale ni acercarse. Se necesita un lector más atento, más formado que el que accede normalmente a una novela o un libro de cuentos: hay que estar dispuesto a cazar dobles juegos y un sinfín de figuras retóricas que son las que usa el autor y que explican que el género sea genial para enseñar a escribir”.
Aclarada la dificultad de su ejecución, empecemos.
No sabía que Todos estaban vivos era un libro de microrrelatos y me llevé una grata sorpresa al comenzar a leerlo. Hay algunos más largos que otros (en concreto siete de ellos tienen una extensión que supera la del micro, a pesar de que la definición del micro no especifica una duración determinada, aunque uno lo sabe, ¿verdad?, aunque sea a ojo) pero todos cumplen el entrecomillado anterior (aunque para ser sincero, lo cierto es que esperaba algo más de intríngulis o de misterio en líneas generales).
Pero además, uno de los ingredientes necesarios para hacer un buen micro es el de sorprender con un giro final. Aprovechando las elipsis, los dobles juegos y la confusión provocada en el lector, el autor debe buscar producir un efecto inesperado que le dé la vuelta a lo que ha estado leyendo y entendiendo hasta ese momento, y que lo aclare o lo perturbe aún más. A veces será incluso necesaria una segunda lectura, como si estuviéramos ante una de las pelis de Shyamalan, el director de El sexto sentido, para reinterpretar lo leído.
En Todos estaban vivos, tenemos unos textos cargados de humor negro e ironía, con el telón de fondo de la muerte en todos ellos.
Muertes ridículas, muertes buscadas, por accidente, por catástrofes naturales, ejecutadas con antelación, durmiendo, con elementos sobrenaturales, en guerras, por encargo… Toda clase de muertes que nos demuestran que en un segundo la vida puede cambiar para siempre.
Leer este libro ha sido un placer tanto por su contenido como por su fondo. Este es el primer libro de relatos de Bozalongo, quien hasta ahora había publicado varios poemarios y además, dirige la colección de poesía de Valaparaíso Ediciones. Por eso la forma está tan bien tratada. Te deslizas entre las palabras que Bozalongo escoge, navegas por ellas como un pequeño barco se deja llevar por una suave corriente hacia el brusco mar, hacia el final que te ha preparado este poeta, hacia las cargas de dinamita, como dice Santiago Espinosa en el prólogo.
También dice que las escenas de la vida, a diferencia de las películas, siempre terminan mal, y es una gran verdad. Estos relatos contienen la sabiduría de la vida sin adornos ni efectos especiales. Es la vida tal cual, con sus alegrías sin edulcorantes y sus tristezas sin exageraciones.
Me han gustado mucho la mayoría, con su multitud de temáticas a cual más variada, pero quiero destacar el del cajero y el de Elvis, que no son precisamente micros, pero que te enganchan mucho.
Todos estaban vivos en un buen libro, entretenido, ameno y corto con el que poder desconectar de lecturas más pesadas, de una editorial, Esdrújula, cuyo catálogo merece la pena no perder de vista.
Un divertimento recomendable.