Está En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme; está Háblame, oh, musa, de aquel varón de multiforme ingenio; está Una mañana, tras agitado sueño, Gregorio Samsa amaneció transformado en un insecto; y está Me jode ir al Kronen los sábados por la tarde porque está siempre hasta el culo de gente. Esto no es ninguna exageración, sino la mera constatación de que la literatura, igual que la fe, es algo íntimo y misterioso, que te llega o no te llega; y, además, de que una gran obra literaria no tiene por qué estar bellamente escrita, ni tiene por qué tener un intrincado argumento, ni muchísimos personajes, ni brillantes diálogos, ni una potencia reveladora capaz de cambiarle la vida a cada lector.
Una gran obra literaria es aquella que surge en un momento determinado -probablemente, en un momento oportuno- y, a través de su lectura, ofrece una explicación o una interpretación del pasado inmediato que la ha hecho nacer, pero también, mágicamente y en retrospectiva, de su futuro, y es también condensación de su contexto histórico, social y literario. Una gran obra literaria es, o puede ser, aquella que es capaz de cambiar y de explicar algo, y, sobre todo, aquella que es capaz de conmovernos al contener metáforas de cosas que no se pueden explicar de otra manera, o sólo de otras pocas maneras.
Estoy hablando de Historias del Kronen, aquella novela que ha sido tomada como base para un reportaje-documental que evoca el movimiento literario al que la novela dio nombre –generación Kronen, parece que se dio en llamar a los escritores jóvenes que invadieron el panorama editorial de los años 90- y de cuya publicación se cumplen 23 años. Aquella novela, cuya técnica, estilo y temática no desmerecen en nada de algunos muy aplaudidos y unánimemente proclamados como clásicos modernos, se quiso ver y se vio como un banal retrato costumbrista sobre los jóvenes que toman demasiadas drogas, pero era mucho más que eso; como cualquier obra que vuela por encima de las demás, su tema trascendía la mera anécdota de drogas, sociedad española postmovida y precrisis y sexo, consumismo y fiesta: era el perfecto retrato del vacío existencial, de la oscuridad y la soledad a la que condenan la incapacidad para empatizar, la falta de valores, la ausencia total de alma y de conexión con los demás, y, lo más escalofriante de todo, en qué medida seres de ese tipo –que los hay, y muchos-, lejos de fracasar en la vida y de ser condenados al ostracismo, si no a la cárcel y a la ignominia pública, suelen, por el contrario, convertirse en triunfadores admirados por todos, incluso en ídolos o en modelos a seguir, incomprensiblemente amados, incluso, por quienes más de cerca los conocen.
José Ángel Mañas era jovencísimo cuando quedó finalista del Nadal con aquella obra, que se convirtió en superventas. Claro, era dificilísimo superar el listón, y no sucedió tal cosa. Sé que publicó varias novelas posteriormente, aunque no he leído ninguna de ellas… hasta ahora. Todos iremos al paraíso es su nueva novela, presentada a principios de abril y, en cuanto la vi, supe que quería leerla para saber qué había sido de aquel escritor.
En principio, Todos iremos al paraíso nada tiene que ver con aquel Historias del Kronen: la escritura es más relajada, entendiendo que no tiene aquel ritmo rocanrolero ni aquella adhesión al momento presente; es una historia criminal, muy negra, pero revela a un escritor con ganas de profundizar más en los detalles, con la creencia –en mi opinión- de que éstos desvelan mucho sobre los personajes y su verdadero cariz. Lo que en el Kronen era acción –o acciones, más bien- y exhibición ostensible e impúdica de pensamientos, intenciones y formas de ser, en Todos iremos al paraíso es desnudamiento paulatino y, a veces, involuntario por parte de los personajes.
Todos iremos al paraíso se desliga completamente de aquella predecesora lejana en el argumento. La protagonista es Paz Reyes, una profesional de éxito, esposa y madre, de unos 40 años, con una coqueta propiedad en una urbanización para profesionales acomodados, una casa de veraneo en Cantabria, una relación cariñosa pero cómoda con su marido y unos hijos a los que quiere, pero no en exceso, como ella misma confiesa. Un accidente aparentemente banal es el punto de partida que desencadena una serie de acontecimientos que provocarán que Paz se convierta en asesina, y además, asesina múltiple.
En principio, pues, nada que ver; y, sin embargo, algo de aquel Carlos protagonista de Historias del Kronen hay –o he creído o querido ver- en esta Paz Reyes, hasta el punto de que, con 10 años menos y en mujer, podía perfectamente tratarse del mismo personaje; más resabiado, más refinado, pero el mismo. Hay la misma oscuridad en el personaje, transmite el mismo vacío frío y persistente que aquel pijo madrileño que nos helaba la sangre en aquella novela. Puesto que, como la institutriz sin nombre de La vuelta del torno, es posible –salvando las distancias- leer a Paz de dos formas: como víctima de las circunstancias y, en el peor de los casos, como persona extraordinariamente desafortunada en sus decisiones, o como algo mucho más siniestro, más maquiavélico, más insano. Yo me he quedado con esta segunda lectura, y he encontrado detalles en su forma de ver y de juzgar su entorno que corroboran mi versión.
Decía el autor que Todos iremos al paraíso es un vuelvepáginas, y en efecto, así es: se trata de una novela negra cuyo argumento reserva sorpresa tras sorpresa. En mi opinión, lo menos logrado es el desenlace, que no me convenció en absoluto; y tampoco veo afortunado el uso de distintas personas narrativas y puntos de vista. Sin embargo, acierta en la crítica a cierto tipo de sociedad y cierto tipo de persona, a la espectacularización de lo más trágico y de lo más grave; en cierto sentido, al despojamiento de todo tipo de empatía y de sentimiento, que es justo lo que señala a aquel Carlos y lo que condena a Paz, y lo que constituye la lectura más trascendente de esta novela.