Tengo que comenzar diciendo que no soy un lector asiduo a la novela negra. Sus persecuciones, sus pistas falsas y sus policías adictos a la cafeína no son algo que me llame la atención. Sin embargo, recuerdo saltar de excitación cuando leí Perdida, que si bien podría considerarse una novela negra, el estudio de personaje que tiene lugar en dicha historia es de quitarse el sombrero y aplaudir. Y es que si algo me conmueve en la literatura es estar cara a cara ante un personaje ficticio que goza de una profundidad digna de una clase de psicología. Y justo eso me ha ofrecido Todos somos villanos. Siete estudiantes de arte dramático especializados en Shakespeare deben lidiar con el lado oscuro de cada uno de ellos con el fin de enterrar el pasado, los secretos y un cadáver. Un cóctel de emociones y personajes volubles que como el fuego que nace de un cigarro mal apagado, acabará reduciendo a cenizas el esplendor de la juventud y las posibilidades de un futuro brillante al que ya nunca tendrán acceso. Un tragedia shakespeariana en cinco actos.
Los alumnos de cuarto año del Conservatorio Clásico Dellecher, en Illinois, son la élite de las artes escénicas. En esta escuela privada, llegar al último año es toda una prueba de talento y perseverancia. Nuestros siete protagonistas han demostrado con creces su valía y se enfrentan al año de las tragedias —las personales y las del famoso dramaturgo inglés—. Sabemos que ha tenido lugar una muerte violenta y sabemos que uno de estos alumnos ha asumido la culpa. Oliver nos narrará tras su salida de la cárcel cómo fue ese último año, a qué tuvieron que hacer frente y cómo la culpa se extiende más allá de su nombre. Y es que este grupo de estudiantes modelos alberga un reverso oscuro para cada uno de ellos, capaz de cruzar la línea de lo lícito para no dejar de estar bajo el foco. A medida que avanza el relato, entendemos que quizás no importa tanto la necesidad de saber quién tiene las manos manchadas de sangre, sino entender la presión y las personalidades fragmentadas que esconden estos actores bajo la piel. ¿Se puede considerar culpable una persona por el delito que ha cometido el personaje que interpreta? O dicho de otro modo, ¿en algún momento una persona puede salirse del papel que los demás le han asignado?
Una de las primeras cosas que me fascinaron de la novela de M. L. Rio son los diálogos. Oliver y sus compañeros han estado interpretando obras de Shakespeare durante cuatro años, por lo que los diálogos de todos esos personajes residen dentro de ellos como parte de su genética. Las conversaciones entre estos siete estudiantes están aderezadas con parlamentos de obras pasadas. Y aunque al principio queda un poco impostado, una vez vives el proceso de adaptación, la lectura se transforma en otra cosa. Más rica, más necesaria. Las respuestas lanzadas entre ellos tienen la fuerza de cuatro siglos, pero siguen tan vigentes como el primer día. Eso demuestra no sólo lo atemporal de todas esas historias protagonizadas por Otelo, Ricardo III o Pericles, sino el trabajo de investigación llevado a cabo por la autora para darle cohesión y sentido a una historia cuyos vasos comunicantes son todos esos textos maravillosos sacado de la mente de Shakespeare. He disfrutado, he subrayado, me he obligado a memorizar ciertos pasajes porque son de una inteligencia feroz. Una extraña mezcla entre lo nuevo y lo clásico fruto de una arrogancia y un elitismo tan atractivos como siete actores que no saben cómo vivir sin telón de fondo.
No quiero cerrar esta reseña sin hablar de la sombra alargada de Shakespeare. Si hemos aprendido ideas extrañas sobre el amor y la fe es gracias a un montón de Montescos y Capuletos, si hemos aprendido las consecuencias de dudar es gracias a Hamlet, si hemos aprendido la importancia de tener siempre un plan es gracias a Lady Macbeth. La deuda pendiente con el dramaturgo inglés es inmensa. Y no importa si uno no ha leído mucho de él. Su impronta permea anuncios, series, libros e historias personales de amigos y conocidos. En Todos somos villanos esta influencia vibra a otros niveles. La tragedia llama a la puerta y espera paciente a que alguien le abra. No tiene prisa porque sabe que ha llegado a su destino. Sin que se den cuenta, las vidas de Oliver, James, Meredith y compañía se ligan a las raíces mismas de la tragedia que protagonizan. Shakespeare les ha formado en las artes escénicas, en la capacidad de réplica, en los tormentos de aquel que ama sin poder hablar de lo que siente. Y ahora les va a dar una última lección sobre la incapacidad para huir de un destino fatídico por una decisión equivocada en el momento más decisivo. No es determinismo, es la capacidad del arte para sobrecoger y explicar cómo funciona la vida real.