Reseña del libro “Tostonazo”, de Santiago Lorenzo
Lejos de desanimarte, este título es perfecto. Llámame exagerada, pero empatizo brutalmente con esta forma de nombrar lo que te ocurre cuando coincides en la vida con seres como los personajes con los que se topa el protagonista. “Era muy cansado que existiera. Porque era agotador el trabajo de gestionar la admiración que me provocaba” (p. 132). Esos que te fascinan de lo aberrantes que son. Esos cuya vida bizarra no comprendes, que te dificultan la vida, pero hacia los que tiendes magnéticamente. Y esos otros, que con un “pasaba por aquí”, le dan todo el sentido a tu microscópica forma vital. Santiago Lorenzo vuelve a la carga con este Tostonazo hasta arriba de ese sentido del humor suyo que ya es marca personal: “Yo que sé, yo que sé por qué cojones se dejaba comer así todo. Espero que no me pase a mí jamás. Mejor dicho: que no vuelva a pasarme” (p. 58).
El protagonista llega de carambola al mundo del cine desde el fondo de un vaso de orujo. “Estar en el cine era encontrar lo que se busca en el orujo blanco y que el orujo blanco apenas llega nunca a proporcionar. Era ser orujo blanco, no el que se lo bebe” (p. 31). Y a golpe de párrafos llenos de metafísica de la buena, le da un repaso al ser humano. Mejor debería escribirlo con mayúsculas. Al Ser Humano, esto es, a esa forma de Ser que es la de los Humanoides. “No tener ansias de gloria le blindaba contra todo tipo de pesares y le hacía inmune a los microchantajes de la vida laboral cotidiana” (p. 131).
Porque resulta que las relaciones humanas son increíblemente ricas. “Lo chulo era que cada quien tenía una historia concreta, asombrosa, esperpéntica, angulosa, particular. Llegaban a rodaje con unos previos biográficos mejores que cualquier historia de las que con su trabajo contribuían a contar con imágenes” (p. 17). Tostonazo es un saber mirar. Podría decir que es un punto de vista, pero lo que quiero transmitir es que lo de “ahí fuera” está para todos. El bosque con sus hojas rojas, la guerra y la mezquindad humana. Solo que unos deciden crear filmoides y otros pelear, como el familiar de Ávila, tan especial como arquetípico: “Veía al Pacomio y perdía la fe en el ser humano. Con toda mi vida colgando, ese era un lujo que no me podía permitir. La cosa era pugnar. Polemizar a la mínima, porque era su herramienta para su verdadero fin: engendrar más discusión, luego más discurso, luego más rato de charla, luego más compañía. Combatir llena más tiempo que concordar” (p. 101).
Siempre que leo novelas como Tostonazo pienso que me paso la vida tejiendo y destejiendo clasificaciones. Procuro generar algún tipo de orden en el caos, lo cual es tan vanidoso como ridículo. Ha sido trágicamente gracioso encontrar esta tara también en el protagonista en particular cuando categoriza a pijos y ricos. “En la labor de fijar la mismidad del pijo, cabe echar mano del criterio “se es pijo según la cantidad de pertenencias regaladas que se poseen”. (…) En la tarea de establecer la especificidad del rico, es muy útil la norma “es rico el ahorrador involuntario”. Concreta el asunto, porque manda al traste cualquier baremo basado en la cantidad de billetes, siempre tan relativa” (p. 46). Para mí, sin embargo, siempre fue rica la persona que menos necesita y pija quien tiene dinero porque no se lo gasta. ¿Tú cómo lo ves?
Y es que sea en ciudad en medio de la farándula o en el corazón rural de Castilla León, los errores de clases son transversales. Y los personajes que tropiezan y empujan, a veces sin querer, abundan en ambos contextos.“Se dio de alta de autónomo para impartir un curso (…). Le succionaron la pasta por la sencilla razón de que nunca había formalizado su baja. Era su intención, pero nunca presentó completa la documentación requerida” (p. 47). Cuán identificada me he sentido con este sentido de la mediocridad del emprendedor. ¿Cuánto habrá de Sixto y de Pacomio en cada uno de nosotros y cuánto estaremos dispuestos a admitir fuera de terapia? Porque no está de moda reconocer que eres patético, a pesar de que sea muy difícil sostener lo contrario.
Santiago Lorenzo a vuelvo a conseguir con su narración que te caigan bien estos antihéroes, que quieras saber de ellos a pesar de que remuevan tus propios lodos. Porque la lógica del capital no entiende de grises y te empuja por el abismo de la dualidad éxito y fracaso, correcto e incorrecto, famoso y nadie. “Fracasado, me llamó en voz alta. Aquello me provocó el dolor profundo de las verdades, vengan o no a cuento. Ya me lo repetía yo todo el tiempo como para que se me incorporara una segunda voz “p. 113).
No quiero terminar sin rescatar alguna broma más: “Se declaraba católico convencido. Pero no se le caía el “me cago en Dios” de la boca. Dedicaba gran parte del día a soltar la sólida locución” (p. 103). Viviendo en Asturias he comprobado que esa es una forma de expresión transversal a todas las confesiones. Cuál sea su origen y en qué divinidad concreta estén defecando sería un tema digno de una tesis. Mientras tanto, es verídico que “suspenden lo sagrado” de una iglesia durante un par de horas para emitir la película “Salvajes”, protagonizada por pastores que usan este sintagma más que las botas para caminar. Anécdota, por cierto, contada por el mismísimo director en un pueblo de León, que no de Ávila donde habitaba Pacomio y el magnífico Bertrand con el que crearon esas piezas de verdad que ya le hubiera gustado filmar a un Lars Von Trier.