Transatlántico, de Colum McCann
Algunas novelas ocurren antes de todo lo demás. Antes de conocer nada de todas sus historias, sus personajes, sus recursos o su estructura. Mucho antes de que la inspeccionemos o diseccionemos por completo. Sucede ya en sus primeras líneas. Que no le tiemblan. En ese instante en que el mundo entero se detiene y su lectura es de por sí un auténtico placer.
Transatlántico lo es. Y lo es en parte por Irlanda. En todas sus tonalidades. De los cielos grises a sus campos verdes. Por tierra, mar y aire. Un viaje con origen en Terranova (Canadá), 1919. Pilotan Jack Alcock y Teddy Brown. Es el primer vuelo transatlántico sin escalas de la historia. Por debajo de las manos les tiemblan los mandos de control. Pero no la letra, que es firme. La escribe Colum McCann que se desliza suave por su relato. Y por el de Frederik Douglass, abolicionista, escritor y orador americano, que en 1845 atraviesa el océano en barco hasta llegar a las Islas Británicas. O de George Mitchell el enviado especial de Estados Unidos para el proceso de paz en Irlanda del Norte. Esto último ocurre en 1998, ochenta años después de la proeza de Alcock y Brown. Ciento sesenta años más tarde de que una joven e inocente Lily se aventurara a viajar por primera vez desde Irlanda hacia Estados Unidos.
Tres épocas e innumerables viajes. Y una novela. Este maravilloso Transatlántico que es también la historia de cuatro generaciones de mujeres brillantes. Todas ellas. Lily, Emily, Lottie o Hannah. Ellas son la protagonista. En singular. Porque sus voces se funden unas con otras y se cuentan entre ellas. Valientes y luchadoras, capaces de sobreponerse por sí mismas a cualquier adversidad.
A un lado y otro del Atlántico, Colum McCann es el piloto de esta prosa que viaja en el tiempo sin turbulencias, uniendo las épocas entre sí, a pesar de los saltos en los años, como si entre personaje y personaje no hubiera un punto y aparte y el tiempo fuera solo eso que queda entre medias de las historias que nos suceden. Relatos dispares, todos igual de adictivos, que su autor ha sabido entrelazar, con una asombrosa capacidad narrativa de síntesis, esbozando con pocas palabras años y años de historia.
Así, el escritor irlandés compone en Transatlántico un mosaico complejo y ambicioso de épocas y ambientes del que se percibe una excelente labor de documentación donde sus personajes apenas se relacionan entre sí, pero cuyo contacto, a veces leve, resulta lo necesario para acabar desviando las trayectorias de sus vidas. Historias que se desdibujan unas en otras en una voz narrativa que te atrapa y te mece o te sacude, como el mar, entre sus aguas, a veces saladas, a veces dulces. Porque el dolor se mezcla entre el discurso del relato que no toca a su fin y continúa, hasta que acaba reemplazándose por otro dolor o desvaneciéndose por completo entre algo muy parecido a la esperanza.
Y de fondo el eco del pasado. Las historias que llevamos dentro. Aunque no las alcancemos. Una voz que se repite en nosotros. Que de buen gusto podría ser la de McCann. Que nos habla de que a veces la inmortalidad está escrita hacia atrás y no hacia adelante. Es la manera en que hemos llegado hasta aquí la que cuenta. Aunque aquí no sea Irlanda. Y el modo en que otros nos continuarán después.