Onírica. Si tuviese que definir esta novela con una sola palabra sería esa sin duda. Y es que pocas veces he tenido una sensación tan parecida a estar en mitad de un sueño como durante la lectura de esta novela, sobre todo a lo largo de sus primeros capítulos. Porque esa percepción de encontrarte en escenarios completamente surrealistas, a los que por mucho que te esfuerces no consigues encontrarles sentido alguno, pero que, con el paso del tiempo, logran hacerte sentir que verdaderamente la realidad es eso y no otra cosa es lo que más me ha marcado de Tranvía 83.
A Fiston Mwanza, su autor, se le ha vinculado por su singular estilo con los beatnicks, aquella generación de escritores estadounidenses que revolucionaron la literatura en la década de los cincuenta, pero yo me atrevería a afinar un poco más la comparación. Desde las primeras líneas del libro la escritura de este autor congoleño me ha hecho retrotraerme al realismo sucio más primigenio, el de John Fante o Charles Bukowski. No en vano, algunos de los recursos que más emplea, como las larguísimas enumeraciones de elementos, el lenguaje directo y a medio camino entre lo obsceno y lo culto o la utilización de frases recurrentes a modo de estribillos son el santo y seña de estos dos autores. También me ha forzado a establecer esta comparación su especial interés por lo más crudamente mundano y vulgar, por el sexo explícito y los detalles escatológicos o de mal gusto. O las frases catedralicias que va sembrando con mimo, de esas que te obligan a estirar la mano para buscar un rotulador o un pósit para señalarlas, al más puro estilo de Ray Loriga.
Mwanza construye unos ambientes incómodos, cargantes, obsesivos y claustrofóbicos, que maridan perfectamente con unos personajes tremendamente extravagantes y con las conversaciones y situaciones absurdas que protagonizan. El caos en este libro llega a hacerlo costoso de leer en algunos tramos, ya que, especialmente en su comienzo, uno puede llegar a pasar un buen número de páginas sin intuir siquiera algo parecido a una trama. Pero, como comentaba al inicio, de forma prácticamente imperceptible uno va asimilando las situaciones esperpénticas que se producen en torno al Tranvía 83, un club en el que cada noche se reúne lo peorcito de una sociedad que ya es lo bastante mala de por sí; en la Ciudad-país ideada por Mwanza todo se resume en sexo y dinero. Es un territorio hiperpoblado y peligroso, repleto de sicarios, prostitutas, yonkis, estafadores, violadores, alcohólicos, corruptos… Y en ese ambiente, Lucien, un escritor recién llegado que busca desarrollar su potencial, se ve continuamente superado y aislado. Da la impresión de ser el último hombre en la Tierra cuyos intereses se apartan de los placeres del bajo vientre.
Creo que Tranvía 83 obliga a ser leído con la voluntad del que no quiere leer una novela. Aquel que busque una historia cerrada y de desarrollo lineal se llevará una decepción. Al fin y al cabo, durante su desarrollo apenas pasa gran cosa a nivel argumental; quizás el mayor interés a este respecto se encuentre en la relación de amor-odio entre Lucien y Réquiem, un pícaro y oscuro compañero de batallas que se mueve como pez en el agua en los peores ambientes y compañías. Pero es en las descripciones y en las relaciones entre los personajes principales donde se fragua la esencia de este libro. En estas y en el particular estilo de Fiston Mwanza, cuya musicalidad y técnica me han hecho disfrutar de un sueño tan surrealista como atractivo.