Creo que un gran número de los libros que he leído últimamente, sobre todo los que he leído por puro placer y por escogimiento 100% libre (que, por ciertos motivos, no son todos los que leo), han sido, aparte de grandísimas lecturas, parte de una especie de embudo con el único y claro objetivo de acabar llevándome a Marsé. Como con la mayoría de los “clásicos”, con Juan Marsé, que para mí lo es, tenía ese miedo de empezar a leerlo y que no me gustase. Me pasa con muchos libros, con muchos autores. Y como digo muchas veces por aquí, suele ser por culpa (bendita culpa) de las editoriales y su decisión de rescatar grandes obras como novedades que empiezo a leerlos. Me ha pasado una vez más, esta vez con Marsé y su tan conocida novela Últimas tardes con Teresa, rescatada por Lumen, en tapa dura y cantos tintados (edición muy similar a las de Malpaso, con perdón), con motivo de la celebración del sesenta aniversario de la editorial. Qué gran regalo. Y no es el único, corred a las librerías.
Decía que han sido varios los libros que me han llevado a este, y no es broma. Me acuerdo así a bote pronto de esa magna obra que es El día del Watusi, de Francisco Casavella, con la que pasé, enteras, unas vacaciones de verano (el libro incluso está descolorido de las veces que le dio el sol), y que cuando me encontraba con alguien (lamentablemente pocos) que lo había leído y, cómo no, ya eran un fan del Watusi más, me decía: «pues tienes que leer a Marsé». Lo mismo podría decir de cuando me puse con Los europeos de Rafael Azcona, con La noche fenomenal de Javier Pérez Andújar, el Antes del huracán de Kiko Amat o el Rayos de Miqui Otero. Siempre me caía encima esa misma frase. Y yo siempre acababa cogiendo ese ejemplar que tenía por casa de La muchacha de las bragas de oro y me preguntaba si era hora de empezar, y una voz me decía que no. Menos mal que esa voz calló cuando tuve entre las manos este Últimas tardes con Teresa. Gracias, Lumen.
No sé cuándo se publicará esta reseña pero no puedo estarme de decir que mientras leía la novela estábamos/estamos todos en cuarentena (ojalá cuando se publique ya no lo estemos) y, aunque se intenta teletrabajar, hay mucho rato para leer. Por eso, aunque creo que si no, también, me ha agarrado tan fuerte. Han sido pocos días (aunque supera las 500 páginas) pero muy intensos los transcurridos tras los pasos de Manolo, el Pijoaparte. Estamos en la Barcelona de mitad de siglo, es verano y Manolo, originario de Ronda pero en Barcelona en busca de vida y trabajo (su hermano ya estaba aquí, intentando sacar adelante un taller de bicicletas), se enamora. Manolo vive en el Carmelo, zona de Barcelona ocupada por emigrantes, la gran mayoría procedentes de Andalucía, y, como no le gusta trabajar en lo de su hermano, se dedica a robar motos y dárselas al Cardenal a cambio de algún dinero con el que subsistir. El Cardenal, por cierto, es un viejo borracho del barrio que le mira, quizá, con demasiado interés.
Manolo, prototípicamente xarnego, pasa los días de verano intentando ligarse a barcelonesas a las que llevar a la playa con sus motos robadas. Está en esa edad (la de empezar, para quien pueda, la universidad) en la que por entonces los chavales tienen que sentar la cabeza, empezar a pensar en casarse, en dejar de lado la vida gamberra. Pero él no es así, el Sans sí. Y por eso acaba dejando de lado a su amigo de la infancia.
Cierto día Manolo se cuela en una fiesta de alto standing y allí conoce a Maruja, quien resulta no ser lo que él había imaginado, pero quien acaba siendo el enlace que le llevará a Teresa. Y a partir de ese momento empezará una lucha interna de ideales, un debate perfectamente gestionado por Marsé entre el enamoramiento, la pasión y la moral; entre la confusión de lo que se quiere, de lo que se debe y de lo que se piensa que se quiere y se debe. Creencias contra sentimientos que se van mezclando en las mentes (y los cuerpos) de dos jóvenes tan distintos como iguales. Aunque la educación sea diferente, la moral impuesta se contraponga y las maneras no tengan nada que ver, el sentimiento es algo tan universal que arrasa con todo lo anterior. Y eso es lo que pasa en Últimas tardes con Teresa.
Con diálogos que absorben, descripciones del barrio y la ciudad tan del realismo aquel de Clarín, con un narrador magistral que juega con el lector y le esconde y le enseña lo que quiere, hablándote directamente si hace falta. Marsé consigue en esta novela (y ojalá en todas, porque voy a ir a por ellas) mostrar la realidad a su manera, poner sobre la mesa un espacio de tiempo lleno de sentimientos, pasiones tan potentes como las de dos niños adultos con aspiraciones tan distintas. Todo con un fondo de crítica social de quien se sabe, el narrador, desengañado de todo, tanto de lo viejo como de lo nuevo (¿hay alguna diferencia?).
El subir y el bajar, «el abismo cultural que mediaba entre los dos», la duda y la falsa certeza de que el amor sea capaz de reemplazar a la solidaridad, de que «nadie, ni aun los que le habían visto besar a Teresa con la mayor ternura, podría tomarle nunca en serio ni creerle capaz de haberla amado de verdad y de haber sido correspondido». El macarrilla y la midons, ese amor imposible. La marca del destino como final de un amor de verano. La brutal despedida de quien es sabedor de que, al final, unas tardes con la persona amada serán, seguro y siempre, las últimas tardes con ella. Qué bien he hecho en leerlo. Y qué bien te harás tú si lo haces.