En 1929, a Virginia Wolf le pidieron que diera una conferencia sobre las mujeres y la novela. Ella, en vez de mencionar las contribuciones de las escritoras a lo largo de la historia, que hubiera sido la opción más fácil, prefirió narrar los dos días que precedieron a esa conferencia, desgranando sus pensamientos e impresiones a medida que reflexionaba sobre el tema del discurso. Así nació Un cuarto propio, un ensayo sobre literatura y feminismo que ya se ha convertido en un clásico.
De una forma literaria y con humor, Virginia Wolf fue exponiendo ideas e invitó a que cada cual extrajera sus propias conclusiones. La suya era que, para escribir novelas, había que tener dinero y un cuarto propio, dos requisitos que rara vez cumplían las mujeres.
En los primeros capítulos, la autora se remontaba a cómo era la vida varios siglos atrás. «Habría sido imposible que una mujer compusiera las piezas de Shakespeare en el tiempo de Shakespeare». Esta es una de las tantas frases de Un cuarto propio que dan justo en la clave. Y este es el motivo: «En las novelas (la mujer) domina las vidas de reyes y conquistadores, (…) en la vida real, apenas sabía leer, apenas deletrear, y era propiedad de su marido». Una mujer que se pasaba el día cuidando de trece hijos y zurciendo medias encerrada en casa, carecía del tiempo, las experiencias vitales y los conocimientos para escribir una obra maestra.
También hablaba de esos libros en los que se analizaba a las mujeres. Por supuesto, estaban escritos por hombres, y ellos aseguraban, sin base científica ni sonrojo, que las mujeres eran inferiores. Como bien deducía Wolf, a esos hombres no les interesaba esa inferioridad, sino defender su propia superioridad.
Su repaso llegaba al siglo XIX. En esa época, las mujeres que querían ser artistas a menudo eran desairadas, agredidas o sermoneadas. Si, aun así, escribían, su literatura se consideraba de segunda. Porque los hombres hablaban de los temas profundos (guerras y conquistas) y las mujeres de temas insignificantes (sentimientos compartidos en un salón).
Admitía que algo había cambiado a principios del siglo XX. Había casi tantos libros escritos por mujeres que por hombres y abordaban temas que ninguna mujer del siglo anterior se habría animado a plantear. Pero la mayoría de ellas seguían sin disponer de una renta fija y un cuarto con pestillo, que no es otra cosa que tener el tiempo y la tranquilidad para dedicarse plenamente al proceso creativo y el poder de pensar por una misma. Virginia Wolf sí tenía una renta fija (gracias a la herencia inesperada de una tía) y un cuarto propio, por eso su discurso careció de amargura y rencor: «No necesito odiar a ningún hombre; no me puede hacer mal. No preciso adular a ningún hombre; no tiene absolutamente nada que darme». Se limitó a describir el pasado y animó a celebrar las diferencias entre hombres y mujeres para ver el mundo en toda su complejidad, y, por supuesto, trasladar esa riqueza a la literatura.
Muchos aseguran que en estos cien años las mujeres han conseguido su cuarto y su renta. Bueno, los avances son evidentes, pero que la pobreza la sufren en mayor porcentaje las mujeres y que son ellas las que continúan invirtiendo su tiempo en los demás más que los hombres, también. De ahí que esta reflexión escrita en 1929 siga vigente. No sé si eso dice mucho del análisis de Virginia Wolf o muy poco de la evolución de nuestra sociedad. Sea por una cosa, por la otra o por ambas, hay que leer Un cuarto propio.
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