No podría ajustar una definición mejor para “Un hombre astuto” que el de un ejemplo de alquimia literaria. Alquimia como mezcla y como combinación de elementos intelectuales diferentes: la maestría de la ficción que se mezcla con la de la filosofía, con la de la medicina, de la música, el arte y la religión; alquimia como ciencia iniciática desarrollada para mentes ávidas de conocimientos de cosas inciertas, inventadas y contadas a la luz de unas pocas velas y con la ventana abiertas a los oídos de los curiosos intrusos… Y esa química para hechiceros es la ciencia con la que está escrito el libro. A pesar, a veces, de parecer estar sostenido por los sólidos contrafuertes de la religión oficial, a pesar de las vigorosas fuerzas de la moralidad que parecen desarrollarse por sus páginas, a pesar de la sensación de elitismo snob que parece ocupar a algunos de los habitantes de sus hojas; a pesar de todo esa tramposa sensación, este es un escrito libre y mágico, fabricado, al parecer, por esos alquimistas, brujos y brujas que se disfrazan con vestidos de gala, que convierten el libro en una sopa de letras hervida en una marmita llena de imágenes hermosas, de humor ácido y culto, de ironía y sagacidad, de corrosión y cemento ; y cuyo resultado final es una mezcla compacta de personajes, de crónicas, de nuevos y antiguos lapsos de vida, que parecen empezar a fraguarse en el borboteo, irónico, de una sopa de recuerdos .
Hobbes, un viejo clérigo anglicano, aclamado santo por sus feligreses, muere de infarto en el púlpito y, años después, una curiosa periodista pregunta a Jonathan Hullah, viejo amigo de familia, por los acontecimientos que sucedieron entonces y por las personas y las ideas que poblaron aquellos tiempos. Jonathan utilizará esa excusa para hacer un diario con la crónica de aquella vida que conoce y conoció, desde su nacimiento hasta la vejez; y con la atención y el recuerdo puesto en las personas, ciudades, pensamientos, comportamientos, meteduras de pata, manías, escuelas, hospitales, cementerios, sacerdotes, iglesias, periodistas, hipocondríacos, curanderos, santos, borrachos, serpientes, enfermeras juiciosas…que lo rodearon, en Toronto, desde la primera parte del siglo XX, hasta cerca del final de siglo. Escritas a modo de memorias, el tiempo irá y volverá del presente al pasado, y, en cualquiera de esos tiempos, las historias se disolverán en el intento de contar la vida paso a paso, con su sincera explicación, con su profunda evocación, su desastrosa solución, su afilada ironía o su visión desenfocada.
Pero “Un hombre astuto” básicamente nos escribe sobre la historia propia de Jonathan Hullah, Su infancia, sus años escolares, la universidad, la guerra, la profesión… Y, él, se nos aparece, entre los textos, como un improbable paradigma de hombre del renacimiento: ducho en el arte, en la música, en ciencia, en la sutileza de la retórica, del saber universal común y del saber inusual; porque él es un médico muy peculiar, que utiliza las ideas de Paracelso y de la Filosofía Perenne para diagnosticar y tratar a sus pacientes. Sus excéntricos y, a veces, expeditivos, soeces o procaces métodos van paralelos, o, quizás son debidos, a una formación repleta de compañías, experiencias, profesores, amigos…que crean y destruyen, a la vez, su mundo hasta convertirlo en habitante del país de la burla controlada, el de las situaciones inseguras, en la persona que, ya mayor, escribe esas memorias convertidas en exposición de la vida de una zona y de una fracción de la sociedad de Toronto, una fracción de su sociedad, de esa parte en la que coincidían lo mundano y lo religioso, lo culto con lo aparatoso, lo divertido y lo tonto, la liturgia con el amaneramiento, la sexualidad libre con la contención victoriana, lo hipocresía con la brutal sinceridad, el chismorreo con la crítica vitriólica, lo indecoroso con lo discreto…Reflejos de personas, como eran, de una élite media, explorando el mundo a su manera…torpe…
Porque, también es absoluta verdad, el humor supera las medidas del lomo del libro, hasta parecer que se asoma por sus esquinas, y, a pesar de la rara tentación de querer leerlo como exposición de unos hechos más o menos graves, más o menos didácticos, históricos o curiosos, el texto te lleva por el camino del franco ingenio, de la situación hilarante, de la sátira, o de la bilis echada a espuertas contra toda un conjunto de personas. Pero sobre todo cae esa bilis sobre los comportamientos y las ideas burlonas, estúpidas, caducas, viejas, ramplonas o desnudas… que permanecen en ese siglo, en ese lugar, en aquellos momentos. Porque, aunque es cierto que las palabras asedian y critican a personas, también es realmente compasivo con ellas, solo parecen crearle impaciencia por las cosas que se inventan, malogran, desoyen, o hacen o dejan de hacer mal, como torpes niños que balbucean o dan traspiés ante al mirada atenta de un niñero ya anciano, también gruñón, que los reprende o dirige a través de las páginas escritas en el futuro. Todos esos momentos a los que el texto quiere, y no puede, poner freno, o parece dejar pasar, o hacer que se desvanezcan en su memez, Hullah, pondrá solución defendiéndose de ellos con sus letras, a bastonazos de humor, de sagaz ironía, de fresco y ácido desprecio, o burlón apego. Hasta lo más irreal o surreal parece tener explicación; rara, pero explicación.
Y como en las antiguas novelas renacentistas, en esta novela podrían aparecer dos personajes simbólicos: Amistad y Toronto. Ambos protagonistas principales de la novela, pero, esta vez, sin diálogo ni cuerpo. La Amistad recorre todos los momentos de la vida del protagonista, y desde el simple entretenimiento, hasta la defensa radical de sus amigos, o la reunión para hablar y criticar al mundo a la luz de una brasa de pipa o al olor de un vaso de cognac, son momentos importantes y ineludibles en el discurrir del tiempo. Toronto es la ciudad de las Iglesias y también la de los prostíbulos, y es, asimismo, de la música mal interpretada y los versos torcidos, de las curas milagrosas y de los milagros terrenales. Nacer en ella es como ser habitante de los paraísos mundanos, y de los infiernos de gloria: tan mentirosos como menesterosos, tan indiscretos como simpáticos, tan ilógicos como capaces, tan fuera de sitio como católicos despistados en una iglesia anglicana estricta..
Todas las cosas nuevas parecen surgir de la nada cuando el viejo mundo se hunde. “Un hombre astuto” no es la narración de un hundimiento, es más el espejo, sujeto con escritura férrea por el novelista, en el que se reflejan las viejas y arrugadas caras, o, también, las jóvenes y lozanas, de los personajes que habitan la historia, pero con una pequeña circunstancia que las cambia: el espejo es cóncavo; por lo tanto la realidad que se observa está distorsionada y deformada de manera graciosa y sagaz. Cuentan, esos espejos de mano hábil, historias de jóvenes cuando se es ya anciano, o historias de ancianos cuando se pensaban que eran, todavía , jóvenes. Como en la vida normal, nada parece conformarnos, cada espejo nos cuenta una verdad diferente, pero te ves en él, monótono y ordinario, y preferirías que fuera cóncavo, porque ese era, sí, el que mentía. Con humor, cierto, pero mentía. O quizá solo fuera que las cosas tiene dos versiones la que piensas que es y la que es de verdad, la que te cuentan y la que no oyes, la que te ríes y la que lloras; yo siempre prefiero la que pienso que es, la que me cuentan y la que me rio. Es decir un libro, este libro.