Es un día de agobiante calor y te encuentras caminando por una larga carretera donde ni siquiera a lo lejos se ve una sombra, no hay ni un árbol, ni tampoco un cobijo que te pueda proteger de las primeras gotas que empiezan a caer de la tormenta. Te acurrucas en el arcén como te enseñaron de pequeño que debes hacer durante una tormenta en el campo. Las primeras gotas, suaves, mojan tu cabeza y tu espalda, parecen calentarte más que refrescarte, hasta que el aguacero se posa encima tuyo, y el golpeteo de las gotas te empapa, te refresca, te invade por cada parte de tu cuerpo; y ya te sientes aliviado, así que te tumbas, brazos en cruz, y disfrutas de las gotas que ves caer sobre tus ojos, sentir sobre tu pecho y saltar sobre tus piernas. Algunas son grandes, otras diminutas, otras explotan, otras parecen color tierra, otras son ásperas, algunas te hacen reír, las últimas, al entrar en tus ojos, te hacen llorar. Así te sientes con “Un libro pequeño de cuentos cortos”, como el que recibe esa densa capa de gotas, convertidas en cuentos que a veces son diminutos, a veces largos como lágrimas en la mejilla, y otras veces explosivos como gordas gotas de chaparrón de verano; por ello esas narraciones parecen primero mojarte y luego te empapan, te revientan en los ojos y en en la mente, y te entran por los oídos hasta que el cerebro flota en un liquido amniótico lleno de historias, caídas, suicidios, fantasías, guerras, peleas, viajes, soledades, amores queridos u olvidados, rencores, humor negro, lugares fantasmales, sitios inusuales, paraísos artificiales, situaciones tan improbables como la lluvia en el desierto, tan normales como una inundación de lagrimas; todos esas cosas juntas alimentan tu imaginación, provocan a tu intelecto, lo retan como esas nubes al desierto, imaginándolo lleno de verde, al menos por unos días, por toda esa lluvia que cae y está por caer.
“Un libro largo de cuentos cortos” son los cuentos completos, hasta ahora, de Etgar Keret, lo componen: “La chica sobre la nevera y otros relatos”, “Pizzería Kamikaze y ortos relatos”, “Un Hombre sin cabeza y otros relatos” y “De repente llaman a la puerta”. Como en toda recopilación de este tamaño hay cuentos muy diversos que pueden gustarte más o menos, sin embargo lo que me importa cuando leo un libro de relatos es, y la imagen que inicia la reseña no es trivial, lo que me dejan las historias, lo que me moja -lo que me bautiza-, lo que me cuentan; hasta dónde me llegan sus personajes, sus pensamientos, su manera de contar y, sobre todo, qué color, qué olor, qué matiz, qué fervor, qué rabia tiene la voz que me está hablando desde sus páginas; me gusta saber cómo gritan sus truenos, cómo alumbran sus relámpagos. Y esa voz de Etgar Keret es directa, limpia, fácil, irónica, cruel, sagaz, dubitativa y, a la vez, sabia; por ello es lo suficientemente atractiva y brillante como para merecer seguir sus cauces; esos que él recorre como judío israelí que habla de su realidad: desde lo que le rodea social y físicamente, hasta lo que no lo envuelve porque no existe. Hay dos mundos en estos cuentos -hay muchos, pero creo que se resumen en dos-: está lo que probablemente existe y está lo que nunca existirá. El primero es el mundo recreado en los paisajes que en los que vive o que ha visitado, y el segundo son los sitios imaginarios, los universos paralelos que nacen del ingenio de Keret, y que están más cercanos al simbolismo, y rellenos de mordacidad, que a un puro ejercicio literario imaginativo. Y estas son unas de las cosas que más resaltan -según mi opinión- en el libro: relatos sobre personajes reales puestos por la vida en una situación y un lugar sorprendente, y tan astutamente irreal que parece lo contrario: verídico como un cuento de Perrault que, cuando eras muy pequeño, te hacía querer mirar con suspicacia los dientes de tu abuela embozada en la cama.
Los protagonistas de Keret casi siempre están en acción con el aire en la nuca o con los pensamientos en circulación; como el antiguo pueblo judío parece que nunca están en reposo. Pero, en contraste con ese aire enorme que parece mover el cabello de los protagonistas, los temas, lo que explica, lo que parece no mover las pesadas botas llenas de las tierras que pisan sus hombres y mujeres, son cosas pequeñas, partículas de polvo en movimiento, retazos de ideas o de pasión o de tristeza que brotan de los sentimientos de los hombres, mujeres o niños de los que se habla. Que sean importantes o insignificantes para que el que los lea, es igual, son importantes para ese instante, para esa relación, para ese paso por el mundo, para esa especie de gota que todo contiene que te ha golpeado la coronilla. Así, parecen historias minúsculas pero que realmente son las que mueven la vida: son miradas perdidas, fotos que no debían estar allí, regalos que no llegaron, amores que no consiguieron seguir adelante, soldados que se pierden en la guerra, muertos que no volverán, viajes perdidos, ángeles de la guarda muy terrenales, un hombre que conducía con los ojos cerrados, suicidios poco probables, niños que buscaban huevos de dinosaurio, una pareja que se conoció demasiado tarde, una hucha de cerdito muy querida, un niño demasiado educado, el hombre que paraba la vida para hacer el amor, diosas griegas venidas a menos… Palabras mínimas, pensamientos casi esquivos, ideas pequeñas como perlas, que juntas van creando una avenida, una borrasca, de oportunidades para la sorpresa y, muchas veces, la ironía.
Hablar sobre una libro de cuentos es difícil, y más sobre estos que son muchos y cortos; sin embargo hoy me ha resultado fácil, porque no hay nada de lo que cuenta Keret que me sea ajeno. A pesar de que todos sus personajes son judíos, distantes en cultura y en la vida, con edades que no comparto, con modos de vida que no he vivido; a pesar de ello, los entiendo porque al final habla sobre vivir y morir, sobre reír y llorar, sobre amar, odiar, cantar, ganar, perder, resbalarse, lamentarse, saltar, suicidarse, patalear, vengarse…Sobre lo básico de los minutos de existencia compartida con esas vidas lejanas; tan parecidas a las tuyas, que al final parece que nada cambia excepto paisajes y nombres. Y lo hace con una mirada suspicaz e irónica que parece no darse por vencida, no dejarse llevar por delante por la riada, pero, eso sí, se deja mojar aunque sea con las risas o las lágrimas de sus semejantes.