Hacía tiempo que no pasaba por aquí y claro, hay cosas que contar. Empiezo, y prometo que intentaré que todo tenga que ver con el libro, que, por cierto, es un librazo (para mí, claro). Antes de que me pierda, es Un verdor terrible, de Benjamín Labatut, publicado por Anagrama.
Una compañera de trabajo ha empezado un máster. Yo le hago broma porque quizá no sea el mejor momento para ello pero, entre nosotros, detrás de esa broma hay admiración y, por qué no decirlo, un poco de envidia. Además, lo hace en la facultad en la que estudié y comparte algunos profesores que tuve. Cuando supe el nombre de alguno de ellos, sobre todo de una de ellas, me emocioné. Fue una de las mejores profesoras que he tenido, con una de las que más he discutido y, por tanto, aprendido. Se lo dije a mi compañera y me puse a mirar qué había hecho yo en su asignatura que a ella le pudiera servir en el máster. Encontré un trabajo, leí solo el inicio (me pareció/me parecí demasiado pedante y lo dejé) y vi que ese comienzo podía ser el resumen de una de las cosas que destacaría de este Un verdor terrible. Lo anoté y aquí va. Empezaba el trabajo diciendo: «Las cosas que no suceden abren el mismo abanico de posibilidades o probables consecuencias que las que sí lo hacen. Por ese motivo, las cuatros manos que escriben estas líneas decidieron escoger una de ellas apartándose – o así lo creían ellos – de las consecuencias más habituales a escoger en este caso relatado. Podríamos debatir acerca de si esas posibilidades que se abren tras cada suceso que tiene lugar ofrecen la posibilidad al afectado de ser escogidas, o si, por el contrario, son dadas sin elección. Pero no lo vamos a hacer. Queremos pensar que esa posibilidad, la que contaremos a continuación y que hizo nacer a este trabajo, sí fue escogida por nosotros». Se puede ver lo de pedante, ¿no? Además, digo cuatro manos porque me hice pasar por dos alumnos.
Bueno, al grano. Hay dos aspectos que me gustaría destacar de este gran descubrimiento que es Un verdor terrible. En primer lugar, y relacionado con ese primer párrafo (también se podría utilizar el adjetivo de terrible en él), es ese debate, sobre todo interno, acerca de la posibilidad o no de elegir en la vida que predomina en la figura de todos los representados por Labatut, ese principio de incertidumbre que nos gobierna. Digo representados por él, pero me incluyo, nos incluyo: somos todos. Porque el libro va sobre figuras científicas históricas pero muy en el fondo podría ser sobre cualquiera de nosotros. ¿Qué diferencia hay aquí? Que los que aparecen son genios. Me atrevería a decir que probablemente el de la cubierta también. Porque tú puedes verte como alguien curioso, puedes llevar años siendo suscriptor de Muy Historia, oyente asiduo de Aquí hay dragones o Todopoderosos, tener repartidos por casa el Quonsultas, los Muy Interesante o un libro tan de tener y tocar y releer como es Cartas memorables de Usher Shaun; pero de ahí a llegar al nivel de Labatut hay todo un abismo.
Incluyo a todo el mundo en el posible abanico de personajes del libro porque, para empezar, el contenido de un libro sin nosotros es como el gato de Schrodinger (quizá a eso quería hacer referencia en aquel primer párrafo): hasta que no lo abramos no sabremos si el gato está vivo o muerto. Pero podríamos extrapolar lo que pasa con los libros a nosotros mismos: hasta que no te atreves a dar el paso no sabes si lo que hay ahí es para ti o no, era para ti o no. Con lo cual, mejor darlo, ¿no? Menciono a Schrodinger y tiene un porqué, como otros tantos. El porqué está en el libro.
Encontramos en Un verdor terrible varias historias, la mayoría de las cuales acaban, en un punto u otro, entrelazándose. Empezamos con la relación entre el descubrimiento del azul de Prusia, el primer pigmento sintético moderno, y la aparición del cianuro, que no fue más que la mezcla involuntaria de ese azul y un poco de ácido sulfúrico, con todo lo que vino detrás. ¿Sabe alguien, en este caso Fritz Haber, que lo que descubre puede acabar originando una de las mayores armas de aniquilación masiva? No. ¿Sabes tú qué vías se abren después de tomar cualquier decisión? ¿Y cuáles se cierran? Tampoco. Seguimos y nos encontramos con Einstein, que acaba de publicar sus ecuaciones en relación a la famosa teoría de la relatividad general, abriendo una carta de uno de los matemáticos más famosos del momento, quien en ese momento encabeza una unidad de artillería alemana en las trincheras rusas de la Primera Guerra Mundial, y que encuentra un momento, varios momentos, para ponerse a estudiar esa teoría, para solucionar una de las ecuaciones de Einstein, para enviarle esa carta llena de barro y sangre con la primera solución. Einsten flipará, pero tú más. Y esto no acaba aquí, porque después llegamos al mencionado Schrodinger, que ha seguido el pensamiento de Einstein y que se encuentra con un genio que quiere acabar con el determinismo predominante de la época: Heisenberg. Vamos por la vida de los dos, por sus dudas, sus locuras, sus descubrimientos. Y claro, por su lucha, sus encuentros y desencuentros, sus teorías. Soy filólogo (de boquilla) y no se me ha hecho nada pesado estar leyendo sobre física cuántica, sobre átomos, sobre teorías matemáticas. Con lo cual, seguro que a ti tampoco. Ese es el acierto de Benjamín Labatut. Bueno, uno de ellos.
Y de aquí sale lo segundo que quería comentar, el estilo de Labatut. Como esa gran canción de Marea (que uso bastante como teoría general propia, en este caso de la vida) en la que Kutxi canta y escribe a una sirena a la que le pide que se unte el cuerpo de resina por si vuelve la ventolera, aquí Labatut es capaz de hacerte vivir al lado de cada uno de esos personajes (y de más, porque también vivimos un rato con el matemático japonés Shinichi Mochizuki, o con su maestro, que acabaría como ermitaño pidiendo que quemaran toda su obra, Alexander Grothendieck, o con el príncipe Louis de Broglie y su intento de lucha contra Heisenberg, y aún más), de hacerte sentir sus alegrías y penas, haciéndose siempre a un lado. Aunque es cierto que a cada nueva historia se nota más la presencia del narrador, también lo es que nunca peca de entrometerse, de hacerse ver, de dejar su huella (que, por otro lado, siempre está, porque esto, concretamente, es su huella). Al fin y al cabo, Un verdor terrible tiene mucho de esas famosas finales a las que hacía referencia al gran sabio de Hortaleza, esas finales en las que lo único que hay que hacer es ganar, ganarlas. Da igual cómo juegues, da igual que al acabar ni se recuerde lo que has hecho, porque lo que se acabará recordando es quién ha ganado. En ese caso, tú. En este caso, Labatut. Un verdor terrible es una victoria clara, y hay que recordarlo y hay que hablar de él como tal.
Hace unos días me preguntaron si sabía en qué se parecía un libro a una manzana y en qué se diferenciaba con un yogur. Mi respuesta fue reírme, pero la persona en cuestión me dijo que el libro, como la manzana, alimenta y que el libro, a diferencia del yogur, no caduca. Ya no me reí más y solo era capaz de hacer asociaciones mientras el otro me hablaba, algo así como lo que pasa cuando lees Un verdor terrible. El libro como alimento imperecedero, como plato que poder repetir por siempre. Este alimenta, mucho y muy bien. Aunque podrías, no tardes, te hará bien.
Muy buen critico Victor Gonzalez ameno certero incisivo me animo a comprar a Labatout seguro El verdor terrible amerito su reseña
Muchas gracias por tu comentario, Paulina. Espero que disfrutes del libro tanto como yo.
Gracias.