No se sabe mucho por estos lares acerca de la vida, la obra y el legado de la norteamericana Anna Katharine Green (1846-1935), algo de lo cual la editorial d’Época nos da la magnífica oportunidad de resarcirnos y de añadir así una pieza clave a nuestro puzle mental del árbol genealógico de la novela policíaca, en todos sus subgéneros y matices. Algo hay también de reivindicación igualitaria (de igualdad de sexos, se entiende) en ello, puesto que a autores como Edgar Allan Poe, cuya aportación al género fue en forma de un número de relatos breves comparativamente escaso en el conjunto de su obra, y el propio Wilkie Collins, quien ya se declaraba admirador de la autora que ahora nos ocupa, nadie les discute su puesto de honor, en el cual están sobradamente consolidados, mientras que hemos tenido que esperar a este año para ver traducida al español una de las obras referenciales de A.K. Green. Para que luego hablen de agravios comparativos.
De A.K.Green, además de una de las madres del género, se dice que es la autora que inspiró a Agatha Christie. Y es curioso leer a la madre literaria después que a la hija, pues nos vemos así obligados a realizar un ejercicio de rastreo de orígenes, a la manera de genealogistas; y ello nos da la ventaja de partir del tipo más acabado, más perfeccionado (Christie) de un ejercicio concreto, el de la escritura policíaca más refinada, incruenta y familiar, aunque no por ello menos cargada de maldad y de alevosía, que es el que cultivaron tanto Green como Christie, y llegar al origen (Green), menos pulido, más en estado bruto, pero necesario para que luego se produjera la evolución y el modelo llegara a su máxima expresión. Y, tras haber leído vastamente a Christie, basta leer una novela de su figurada antepasada para reconocer en la fuente las cualidades del agua.
En efecto, la maravillosa habilidad para las soluciones ingeniosas de Agatha Christie es reconocible, en su estado originario, en ese pequeño pero suficiente juego de manos que Anna Katharine Green nos reserva al final de Uno de mis hijos; también es posible reconocer en el abogado protagonista de esta novela, Arthur Outhwaite, el germen de los héroes ingleses de Christie, aquellos Anthony Cade, Charles Hayward o Luke Fitzwilliam que se veían metidos de hoz y coz en misteriosos tejemanejes que incluían extravagantes aventuras y tremebundos crímenes cometidos al calor del círculo familiar; y en Hope Meredith, la áulica y desmayada -aunque fascinante- chica de la película, a las mujeres encantadoras de las novelas de la de Torquay que hacían desfallecer de amor a los arrojados jóvenes y se convertían en motor capital de su decidido espíritu y su ánimo de desfacer entuertos. Porque -lo han adivinado- el gusto por dar un barniz romántico a la historia de misterio está también plenamente presente en Uno de mis hijos; trama romántica que adquiere mayor protagonismo aquí que en las novelas de Christie y que contribuye, a su vez, a subir la cota de misterio e intriga, debido a la enigmática personalidad de la chica objeto del amor del protagonista y al hecho de que ambas subtramas están muy bien imbricadas entre sí.
En Uno de mis hijos, la historia comienza cuando el joven abogado Outhwaite es llamado al interior de una mansión por una asustada niña. La niña ha sido enviada por su abuelo, un millonario al cual Outhwaite halla a las puertas de la muerte y que le encomienda hacer llegar una carta, pero muere antes de dar el nombre de su destinatario. El asesinado resulta ser padre de tres hijos, George, Leighton y Alfred, y tío de la bella Hope Meredith, a quien quería como a una hija. Outhwaite se lanza a desentrañar el misterio, del cual se encarga oficialmente el anciano detective Gryce, seguro de sí mismo pero ya no en su mejor momento físico ni deductivo; se trata de uno de los personajes de Green que protagonizó más de una de sus novelas, y en el cual la autora acertó a retratar al detective humano, pues no sólo ha envejecido, sino que se equivoca (y en esta novela se nos muestra esto sin paños calientes), pero no por ello deja de ser un personaje memorable, de gran carisma y mucha personalidad.
Es notable la pericia de la autora al construir personajes claramente individualizables el uno del otro. Los tres sospechosos principales, los tres hijos de la víctima, no son tres hermanos intercambiables, tres jóvenes de clase alta de los cuales poco más se sabe de modo que puedan ocupar cada uno su lugar en la mente y en la imaginación del lector; al contrario, a pesar de ser personajes cuyo punto de vista en ningún momento es el prevalente, y a pesar de la distancia que se establece para con el lector debido a su naturaleza sospechosa e inquietante, mediada la novela es claro para el lector que se trata de tres personas completamente diferentes, y así puede el lector hacer sus apuestas y, lo que es mejor y deseable en las novelas policíacas, sus razonamientos y deducciones lógicas sobre quién es el asesino. Y, a pesar de todo, y siendo la lista de sospechosos tan exigua como es, A.K. Green se las arregla para mantener el suspense hasta el final, regalándonos un desenlace que no sigue los caminos trillados pero tampoco requiere del lector una credulidad a prueba de bomba (como sí sucede con muchas de las novelas de Christie).
En ambas autoras se observa otro rasgo de modernidad, sobre todo en la neoyorquina por tratarse de una nativa de épocas anteriores, y es el oído y la atención especiales que prestan a clases sociales inferiores a aquella que protagoniza la historia principal. Tal como sucedió en otras autoras posteriores, en la obra de Green se observa una curiosidad y una compasión especiales para con el mundo, el habla, la situación y los deseos de las clases populares o trabajadoras, en la cual la de los criados ocupa un lugar por derecho propio. En muchas novelas de Christie, los criados, ninguneados por sus amos, invisibles, no tenidos en cuenta como personas, son clave a la hora de resolver un caso, y algo de eso hay también en Uno de mis hijos; en este caso, la mirada a los individuos menos afortunados es esencial en el devenir de la novela y ocupa un lugar muy importante.
Mención aparte merece el bello estilo de A.K. Green, con una prosa muy agradable, de oraciones largas como las de un libro de divulgación científica o un ensayo de filosofía, con profusión de adjetivos y de palabras que ocupan un lugar por razón de su eufonía y de su elegancia. Una belleza estética que halla su eco en la primorosa edición de la editorial d’Época, con preciosas ilustraciones y material complementario, algo indicativo de la importancia que otorga a los clásicos inmerecidamente olvidados de la literatura de misterio y que ahora resulta doblemente placentero descubrir o releer, tal como sucedió con El crimen de Orcival, de esta misma colección. Un placer para el intelecto y para los sentidos.
Leire Kortabarria