Hace unos años, no recuerdo exactamente cuántos, encontré en una estantería ajena (¿hay mayor placer que chafardear estanterías ajenas y crear un perfil de esa persona/familia/grupo de amigos según los libros que ahí tengan colocados?) un ejemplar de Seis personajes en busca de autor, de Luigi Pirandello. El nombre me sonaba de algo y supongo que fue eso lo que me hizo cogerlo, mirar su portada (edición blanca de Cátedra, lo recuerdo perfectamente), darle la vuelta y leer sinopsis y algún que otro comentario que daban del libro. Luego lo abrí, lo hojeé un poco, vi que era en clave teatral y decidí darle una oportunidad. No me preguntéis por qué. Pero qué gran decisión. Me encantó leerlo, disfruté muchísimo con ese metateatro llevado hasta el límite y cargado de tanta significación. Poco después, en una fiesta, conocí a una persona italiana bastante lectora. Le pregunté por Pirandello y me habló de la “mala” fama que tiene para muchos en su país (por sus coqueteos con el fascismo, supongo). También me contó lo del Nobel. Pero lo que más se me quedó fue que todavía había una obra mejor que aquel Seis personajes en busca de autor. Desde ese día he tenido el título en la cabeza: Uno, ninguno y cien mil. Ahora por fin lo he leído.
Hay que decir que aquí en España lo publica Acantilado y que en el momento en que quise comprarlo vi que ya no quedaban existencias (¿será también culpa de esa mala fama?). Pero, cosas de la vida, la editorial ha creído necesario volver a editarlo (suerte la mía), y es de esta edición, en traducción de José Ramón Monreal, de la que voy a hablaros hoy.
Uno, ninguno y cien mil fue publicada originariamente en 1927 y fue la última novela de Pirandello y, para él, la que contenía todo lo que caracterizaba su literatura. Y puede que sea cierto, porque se encuentra en ella todo lo que puede leerse en aquel Seis personajes en busca de autor, pero todavía mucho más. Al caso: nos encontramos aquí con Vitangelo Moscarda, un hombre que cierto día se está mirando al espejo cuando se da cuenta de que algo raro tiene su nariz. Se lo advierte su mujer, Dida, que está a su lado. Él se fija bien y lo ve, su nariz está levemente torcida. De esa observación casual empieza a una reflexión tan profunda (y que recuerda mucho a la de La pasión según G. H. de Clarice Lispector) que acaba convirtiéndose en un cambio totalmente brusco de vida, de forma de pensamiento, de concepción ante los demás y ante uno mismo. Al verse diferente por primera vez, Gengé, como le conocen en privado, empieza a preguntarse si no habrá sido diferente más veces, si no será diferente siempre, si no será que nunca es el mismo y que a cada segundo, a cada situación o persona que se le presente, no será siempre alguien distinto. De esa reflexión extrae que no es nadie. Alguien que está en constante cambio no es nadie. Pero su pensamiento sigue fluyendo, y se da cuenta de que no, no es que no sea nadie, es que es muchos. Y de ahí esos cien mil.
Uno, ninguno y cien mil es un manifiesto a la vida donde se pregona acerca de la diversidad de máscaras que llevamos sobre nosotros. Donde se cuestiona la posibilidad de que haya algo real, algo original, tras la última máscara. Quizá solo somos construcciones de nuestro entorno, nos amoldamos según las circunstancias (como aquel «Yo soy yo y mis circunstancias» de Ortega y Gasset), creamos a quienes nos rodean de la misma forma que ellos nos crean a nosotros.
Todos estos pensamientos van golpeando la mente de un Vitangelo Moscarda que cada vez confía menos en sí mismo, que reniega de su nombre, de su pasado (“mata” al padre), que decide ahondar en sí mismo (sin saber si su existencia es real o una mera construcción social) para llegar al sentido original. Pero en ese viaje su mente se va trastocando. Va despojándose de cosas: personas, posesiones, dinero e incluso nombre. Da voces, actúa de forma agresiva, ríe descontroladamente, ve a través de unos ojos que parecen empezar a bañarse en la locura. Agrede y es agredido. Se presenta ante la justicia, tanto de acusado como de víctima. Para todos, Vitangelo Moscara está loco. Para él, nunca había estado más cuerdo. La vida, para nuestro Gengé, no es en este libro más que un campo de entrenamiento donde poner en práctica los cambios que quiere asentar en su interior. La pregunta es si el precio a pagar es asumible para una mente humana como la suya.
Uno, ninguno y cien mil es una locura, sin más. Pero una locura que te hace una promesa, y no es más que decirte que si entras, que si aceptas el juego, te va llevar por una camino quizá de perfección o quizá de derrumbe, pero siempre hacia lo hondo, que diría José Ángel Valente. Esa hondura que desde arriba siempre parece un pozo sin fondo pero que, quién sabe, quizá al empezar a bajar encontramos el final más pronto de lo esperado. O quizá no. Quizá nunca. Pero, por lo menos, hagámonos la pregunta, demos el primer paso, intentémoslo, despeinémonos, que para parar siempre estamos a tiempo. Solo hace falta cerrar el libro. Aunque yo no sé si lo he hecho.
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