La irrupción de Edith Pearlman en el panorama del cuento estadounidense se asemeja al descubrimiento de una supernova. Recién pasados los ochenta años de edad, y tras varias décadas publicando relatos y ganando decenas de premios, hasta hace cerca de un lustro la presencia de esta escritora era inapreciable, al menos desde la galaxia de los lectores normales. De repente, una reacción en cadena provoca su gran estallido y en unos meses pasa al primer plano del firmamento de tal manera que, en la actualidad, parece que pocos permanecen al margen de su intenso brillo.
Visión binocular es la reunión de treinta y cuatro de sus mejores cuentos, que abarcan lo más importante de su creación. Contemporánea, por ejemplo, de John Updike o Alice Munro, nadie diría que median bastantes años entre algunos de los relatos de Pearlman, porque todos, casi sin excepción, tienen cierto aire de clásico atemporal que hace que el lector se sienta a gusto entre ellos, sin elementos incómodos de otra época ni planteamientos éticos desfasados. Esto explica sin duda que pueda estar de rabiosa actualidad con una obra escrita en gran parte en el siglo pasado, y de entrada es una victoria de la literatura sobre la inmediatez.
La prosa de Pearlman resulta elegante, delicada y meticulosa, rica en matices sin caer en la saturación. En sus relatos, de poco más de diez páginas de media, desarrolla al mismo tiempo la historia y el decorado, que se van complementando hasta formar una única imagen, un retrato compacto y sin fisuras. Una visión binocular, por tanto, algo que en los seres humanos es tan normal que la mayor parte del tiempo no somos conscientes de ello. En general huye de la anécdota, de los cuentos de foto fija, y también de los finales abruptos y vistosos. Algunos de ellos, en un ejercicio notable de elipsis, incluso relatan vidas enteras. Muchos personajes principales bordean las últimas horas de su existencia (en “Reliquia y modelo” o en el magnífico “Independencia”), así que la vejez aparece como tema recurrente, al igual que la familia, la religión o, quizá de manera más sorprendente, la multiculturalidad. Habla mucho Pearlman de los judíos y sus tradiciones, y también de cómo se engarzan con las culturas que los rodean (en ese sentido es un Philip Roth de bolsillo).
De esta manera, muchas de sus historias, independientes entre sí, se localizan en diversos puntos del globo, desde Japón hasta Jerusalén, aunque la mayor parte terminan teniendo alguna relación con Godolphin, un barrio residencial a las afueras de Boston. Su particular granja de hormigas, de donde Edith Pearlman escoge la mayor parte de las familias que retrata.
Hay que reconocer que tanta corrección, el párrafo medido, las palabras justas, pueden pasar factura a la hora de leerla. El hilo que une los relatos de Godolphin contribuye a ligar unos con otros, pero en último término el volumen se hace un poco largo y puede terminar siendo una lectura recurrente, en la que picotear en la sala de espera del médico o mientras esperamos a que nuestras magdalenas suban (o no), más que un libro que invite a zambullirse en él y a no sacar la cabeza hasta haberlo apurado por completo.
En cualquier caso hay que alabar a Anagrama, que publica este Visión binocular, y a Alianza, que ha editado recientemente Miel del desierto, quienes han tenido el telescopio más afilado y han podido vislumbrar a Edith Pearlman desde la tierra del castellano en primer lugar. Si no corre el destino de las supernovas, condenadas a extinguirse poco después de su explosión, una vez localizada en el firmamento podremos contemplarla tranquilamente junto a aquellas otras que ya teníamos cartografiadas.