Windows of the world, de Frédéric Beigbeder
Las marcas que dejan las lecturas se miden, por fuerza, en la cantidad de veces que hemos tenido que dejar una lectura parada, quieta, para que no nos perjudique seriamente la cabeza o, mucho peor, la vida entera. Hay veces que, en nuestra forma de elegir las lecturas hay implícita una forma de masoquismo que, leído el argumento, nos invade por dentro y aunque sabemos que va a ser de las duras, de las que dejan huella, nos la llevamos a casa, nos ponemos con ella, y en cierta forma sufrimos por lo que nos están contando y, además, por lo que nos imaginamos nosotros. Ahí, en esa forma de imaginarnos la vida de un libro, es donde radica la importancia de lo que nos ofrece un autor como lo es Frédéric Beigbeder que, alejado en esta ocasión del humor satírico que le ha hecho tan famoso, nos introduce en reflexiones sobre una sociedad que, tras la caída de dos torres famosas, tras una fecha que permanecerá en la mente de todos como el día en el que mundo dejó de respirar, nos amenaza con planteamientos que, de seguro, no habríamos considerado o de los que, simplemente, nos alejaríamos en el caso de no haber sido nosotros, y sí otra persona, los que hubiéramos elegido esta lectura para que las horas, esos sesenta minutos dentro de una existencia fortuita, se conviertan en una especie de tic tac de una bomba que estallará en el mismo momento en el que la primera página aparezca y ya no tengamos más remedio que seguir, que continuar, hasta el final en el que una pequeña herida permanecerá o se quedará para siempre, mientras aquellos que murieron en un derrumbe, en la caída de una torre que significaba el gran poder, no tendrán más voz que la que quieran darle las páginas de un libro como Windows of the world.
Nunca, y cuando digo nunca es nunca, se me ha dado bien alejarme de aquellas historias que son, por definición, tan duras que a veces provocan dolor y, por qué no decirlo, cierto sufrimiento en el que las lee. Será por mis estudios, será porque siempre he tenido ese afán por saber lo que se esconde en el interior de cada uno de nosotros, será porque mi lado masoca me conmina a seguir y a considerar que las lecturas, por muy duras que sean, no tienen más objetivo que hacernos abrir los ojos a una posibilidad, a un destino, sea éste el que sea. Recuerdo que cuando me llevé a casa Windows of the world fue por puro impulso. Coleaba en mi memoria el momento en el que las Torres Gemelas se doblegaron al poder de las explosiones, y ese fue un día en el que todo cambió – no sólo mi vida, que no es tan importante, sino el toda la humanidad -. A partir de ahí el mundo entero se convirtió en un lugar menos seguro en el que vivir, y nos bombardeaban con imágenes una y otra vez para que ese sentimiento de desamparo se volviera en nuestra contra y nos convirtiera en pequeños borregos que temblaran porque, ya se sabe lo que sucede en el cuento, dentro de poco iba a venir el lobo a comernos. A partir de ese suceso, Frédéric Beigbeder va construyendo un paralelismo entre lo que él vive en París como escritor y ese mundo que se convirtió en película de terror, en una especie de anclaje para que todos intentáramos describir qué era exactamente la maldad, sin llegar a conseguirlo del todo, sin llegar al centro mismo de la causa, que no era otra cosa que poner en palabras algo que nos había dejado a todos en silencio.
La literatura siempre se ha fijado en hechos que se convirtieran en grandes fechas, en esos días en los que todo el mundo – de preguntarles – sabrían qué estaban haciendo y cómo lo estaban haciendo. El 11-S fue un día que todos recordaríamos porque, es evidente, algo cambió, la realidad se volvió mucho más dura y las explosiones iban dirigidas a cada uno de nosotros. Pero al igual que ese hecho toca la vida de cada uno de nosotros, Windows of the World también lo hace por una sencilla razón: en esa unión entre la vida de escritor y este suceso, nos vemos reflejados en un cristal que, no por estar más limpio es menos peligroso, reflejando todos esos pequeños huecos que marcaron un antes y un después en nuestra vida, reflejando los pequeños destellos de imperfección y de calles sin salida por las que caminamos habitualmente. Hay algo que muchas veces se escapa a los que ponemos el ojo en la literatura y que es evidente en este libro de Frédéric Beigbeder: cuando algo hace que salte por los aires todo lo que hemos conocido hasta ahora, nos fijamos en la globalidad y no en los pequeños detalles. que al fin y al cabo es donde realmente está la vida que se convierte en muerte, la existencia que se va entre las letras de un libro como éste, o que, simplemente, nos da la diferencia entre un acto despiadado o la salvación más próxima.