Existir y, en esa existencia, que te atraviese el dolor. Existir y, sin embargo, rozar un poco el desaliento, la muerte de las emociones o todo lo contrario, como si aquellos sentimientos que sentimos por los otros nos atravesaran como una espada que, dispuesta, nos parte en dos. Existir y, en ese ir y venir de respiración y latidos, observar cómo aquello que nos hacía vivir, que creíamos que nos daba la vida nos la quita, arrancándonos la piel a tiras o haciéndolo nosotros mismos, como seres que se autolesionan en un intento desesperado por controlar ese dolor que tanto aflige. Existir, y en esa existencia, el miedo a no seguir adelante, al abismo, a adelantar el paso y encontrarnos el precipicio. Somos seres que se acercan al vacío, que lo acarician, que sienten la anestesia que un dolor constante surte en el cuerpo, para poco tiempo después provocar una reacción que, en cadena, transforme lo que habíamos vivido cambiándolo de parte a parte. Y eso fue lo que pasó es lo que el dolor hace con la vida, o lo que la vida hace con el dolor. Amasarlo lentamente, moldeando sus extremidades, la cabeza, el armazón que protege su corazón, para evidenciar que la vida, en ocasiones, consigue que el dolor se vuelva físico, se transforme en lectura, se convierta en un estado que, más allá de la mente, recorra el cuerpo como un escalofrío que nos haga llegar a la conclusión de que la huida es sólo una reacción necesaria para sobrevivir.
Una mujer, un hombre, una relación que no se sostiene, y en su interior la vida, la reflexión, la historia, contada a través de los ojos de aquella que decidió unir su destino al camino de un hombre que no la quería. Un relato que, de tan desgarrador, nos atraviesa.
No he leído con anterioridad a Natalia Ginzburg. Sus textos, sus obras, no se han cruzado en mi camino en ninguna ocasión. No es que no conociera su existencia, sino que simplemente la casualidad o la causalidad no han hecho que ella y yo tengamos un momento común para conocernos. Por lo tanto, mi primer acercamiento a su obra, de la mano de Y eso fue lo que pasó llega con la sensación de haber recibido un puñetazo en plena cara. La dureza, la poca compasión, las obsesiones y deseos, la brutalidad, la violencia, la falta de respiración frente a una relación, el no existir cuando se está existiendo, los significados, significantes y errores del amor, la vida que se cuela por el desagüe o la muerte que llega de improviso. Todos elementos que, en esta historia de ciento diez páginas se entremezclan creando una lectura que duele, pero imprescindible. Porque uno se queda boquiabierto ante la fuerza de una escritora a la que nunca prestó atención y que, por azares del destino, llega a sus manos para desbaratarle absolutamente todas las ideas que tenía establecidas. Puede que sea el momento en el que yo me encuentre, puede que incluso mis sensaciones hagan que el libro se contamine de mi propia historia, pero lo que está claro es que cuando un libro hace que salte algún resorte mientras lo lees, la misión está cumplida.
Pero ante todo, es este un retrato de una sumisión, o quizá de la locura disfrazada de amor, o de la necesidad de pertenencia y reconocimiento, inherentes al ser humano y que en Y eso fue lo que pasó se articulan en la voz femenina de esta historia que Natalia Ginzburg suelta al lector para terminar de dejarle en silencio, como intentando respirar después de un rato de inconsciencia, de virtuosos juegos de palabras para evitar la verdad. Esa verdad que es la que hace que estalle todo, que convierte las letras en un disparo, la vida en muerte, la reflexión en pasado, mientras el presente se destruye por las calles de una ciudad que puede ser desconocida, o que puede resultar un hogar donde abrazar el dolor. Es por momentos como este por lo que me gusta leer, por lo que disfruto de las historias, por lo que cuando se instala esta sensación de extrañeza al terminar un texto, sigo creyendo en la literatura y en todo lo que ella conlleva.