Mi vida siempre ha sido una escala de grises. No recuerdo ninguna época en la que la tristeza o la felicidad fueran plenas. Siempre ha habido luz en la oscuridad o un punto negro en la cartulina blanca. Y supongo que eso es lo bueno, porque cuando eres completamente feliz siempre estás esperando a que llegue algo que lo arruine, y cuando estás en lo más profundo del hoyo, pensar que no volverás a ver nunca la luz, por pequeña que sea, es algo muy doloroso.
Por eso me he acordado de todas las personas que dicen que la época del colegio fue la peor para ellas, sobre todo las que sufrieron bullying por algún motivo. Yo también lo sufrí, no solamente por parte de los alumnos sino también por parte de un profesor, pero aun así, a pesar de todo, volvería a aquella época sin pensármelo. Porque había luces y sombras y, aunque las sombras pesaban como una losa, la luz era tan cálida y tan perfecta que todavía puedo sentirla si cierro los ojos.
Y, ¿sabéis gracias a quién? A mis profesores. En concreto a cuatro de ellos que iluminaron mi camino con antorchas como si vinieran a rescatarme a un castillo del que pensé que jamás saldría. Me ayudaron a entender la vida y a entenderme a mí misma cuando yo no era capaz. Por eso estas palabras van dedicadas a ellos.
Y a estas alturas de la reseña —lo sé, lo siento, pero las cosas cuando salen de dentro es mejor abrirles paso—, os preguntaréis a qué viene todo esto. Pues bien, viene a que estoy reseñando un libro llamado Yo la vieja maestra, de Rosa Clemente Martín Gil, y era tan necesario empezar así como continuar de la forma en la que lo voy a hacer.
Tengo ante mí un libro de relatos que bien pueden ser inventados o bien reales, eso nunca lo sabremos. Lo que sí sabemos es que son varios los protagonistas que van a pasar ante nosotros. No es que cada relato esté contado por un personaje, no. Estos se repiten a lo largo del libro y se entrelazan los unos con los otros, de manera que irán yendo y viviendo para entretenernos y deleitarnos. Y todo ello contado y narrado por la profesora, una mujer que mira sin juzgar y que cuenta sin filtros lo que pasa a su alrededor durante un periodo de tiempo que va del verano de 2013 al verano del año siguiente.
Encontramos así muchos personajes y variados que, como digo, nos transmitirán historias que pueden ser reales o no. Y ahí está el juego: tratar de adivinar qué ha pasado realmente y qué no, porque entre estas líneas se pueden divisar rasgos biográficos y autobiográficos que harán que el lector se pregunte dónde está el límite.
Lo bonito de este libro, tengo que decir, es que no solamente encontramos historias contadas por la profesora que contienen anécdotas con sus alumnos (a los que, por cierto, pone nombres muy graciosos para mantener su anonimato y que a mí me han sacado una sonrisa), sino que también tenemos extractos de unas memorias, los testimonios de una mujer que convive con el Alzheimer o incluso los diarios de una chica que sufre anorexia. Como veis, son historias muy variadas que conviven dentro de este libro en forma de relatos cortos que la autora nos va dejando como miguitas. Por supuesto —y esto suele ocurrir en muchos libros de narrativa breve—, el lector encontrará historias que le interesen más que otras, y estoy segura de que será un placer para él atravesar las de los demás hasta llegar a la que él quiere. Lo digo por propia experiencia, ya que a mí me ha pasado con dos. Primero, me han gustado mucho las historias que cuenta la profesora de las cosas que le pasa con sus alumnos. Los chicos son ingeniosos y divertidos, aunque también profundos en muchas ocasiones, y eso hace que el lector les conozca un poco más y se ponga en la piel de la maestra. Y, segundo, me ha encandilado la historia de La niña mala. No os quiero contar de qué va, porque creo que perdería su encanto, pero os diré que he empatizado mucho con ella y me ha encantado conocerla a través del papel. Me parece que es una historia muy sincera y que llega muy bien al lector y eso es un punto muy positivo.
Porque si hay algo en este libro, eso es sinceridad. Aunque algunas de las historias sean inventadas, da igual. Creo que la autora se ha desalmado para escribirlo y plasmar en él todo lo que ella quería, sin dejarse nada en el tintero y sin andarse con tonterías. Por eso, Yo la vieja maestra, es un libro sincero y honesto donde cualquiera de nosotros podría encontrarse. Y de esto estoy segura, me apuesto lo que sea a que todo aquel que se asome a las páginas escritas por Rosa Clemente Martín Gil se sentirá identificado con alguna de las tramas.
Os podréis imaginar con cuál me he identificado yo, a no ser que hayáis olvidado el principio de esta reseña. Es cierto que las historias de los alumnos están narradas por la maestra y que yo no he estado nunca en esa piel, pero sí que he estado en la de la chica que se refugia detrás de un libro porque es demasiado tímida para hablar con sus compañeros, o en el del chico que siente que las Matemáticas son una bola que se atraganta sin remedio. Y eso ha sido lo más bonito de este libro: encontrarme con la profesora que yo tuve en su día, que hizo de mi día a día algo más mágico y especial y que le daba luz a mis días oscuros como si su tiza fuera una linterna que enfocara directamente a mi camino.
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