Reseña de “Yo que fui un perro”, de Antonio Soler
Los perros ladran de madrugada. Ladran en nuestros sueños, en nuestra conciencia. Si las personas no se sujetasen, también acabarían ladrando. Asomarían sus rostros por las órbitas vacías de los edificios y aullarían de madrugada a la noche. Porque la noche lo convierte todo en un pozo. La noche es una puerta cerrada que un perro guarda. Que yo guardo. La noche es oscuridad, y la oscuridad es un espejo de lo que hay en mí. Dentro de mí.
Así (o de una forma muy similar) se expresa Carlos, el protagonista de Yo que fui un perro, del afamado Antonio Soler, en su diario. Esta forma inmersiva de autoficción vuelve a estar en boga ―véanse los ejemplos de Laura Esquivel en El diario de Tita, Fernando Pessoa en el más clásico El libro del desasosiego, o Chuck Palahniuk, que utiliza la fórmula primera persona-diario en Asfixia o más fielmente aún en Diario: una novela―, pero no nos confundamos nada más empezar: este es un diario sobre las cosas oscuras. Todos los diarios que tratan de explicar a uno mismo sus propias interioridades lo son, podéis argüir, en contraposición a los que se centran en narrar viajes, aficiones o labores. Cierto. Pero es que hay multitud de cosas oscuras, densamente umbrosas, dentro de Carlos: una nube negra sobre su cabeza, sueños brumosos, sentimientos emponzoñados, una noche eterna, los tachones de su diario. Y en este, las palabras se tornan salamandras oscuras y brillantes que reptan, y los pensamientos medran en galerías y oquedades, en turberas y cienos.
Adentrarse en sus lineas es viajar a un mundo feral, sumergirse en una profundidad abisal. Carlos ve todo desde la distancia, deformado, como a través de un espejo de feria; su mente parece fragmentada, distorsionada, y su personalidad es asocial, pesimista, esquizoide; alguien que a veces se siente él y otras no (“estoy escondido detrás de mi cara”); alguien perennemente infeliz e insatisfecho, resentido además de la felicidad y la alegría que sienten los demás, porque él piensa que es la única persona del mundo en conflicto perpetuo consigo mismo; alguien sin paz, lleno de odio y amargura, al que le decepcionan las nimiedades, los detalles que al común de los mortales resultarían banales.
Y es obsesivo. Terriblemente obsesivo. El diario es una manifestación palmaria de la sombra junguiana de Carlos, de sus rasgos inconscientes y que su parte consciente repudia y no reconoce. Y la obsesión, el principal rasgo de la sombra, tiene nombre: Yolanda. Su novia. Yoli, Yolona, el Bicho. Su alfa y su omega, su cielo y su tártaro. Ella es su ideal, su aspiración inalcanzable, por más que la tenga. Pero tenerla no es suficiente. Tiene que moldarse a él, actuar como él cree, para lo que la manipula y cohíbe psicológicamente de continuo. Pero no le basta. Nada de lo que ella haga u omita, hable o calle, es suficientemente satisfactorio para él. Carlos es un Sísifo que acaba amando más a su roca que a su libertad.
Aparecen otros personajes, otros arquetipos: Lolo, el bufón, que trata de aliviar con el humor el peso de la vida, de aligerar la propia tragedia oculta; Miguel es el alter ego, el amigo, el sabio. En libros que le presta, en cartas, en sus palabras, se encierran mensajes, pistas acerca de su propio carácter, de sus cambios, y trata de no perder el contacto entre ambos que tan cercano fue de niños, como si presintiera que perder a Carlos es que él lo haga con la realidad. Y Benito… Benito es el loco. Benito es su destino.
En este diario, en este continuum, hay una coherencia de la locura del principio al fin. Hay un punto seguido al final, como sucede en casi todos los diarios, que no acaban de terminar del todo. Hay un brillo orgánico, como el de las vísceras y órganos por los que Carlos siente una fijación que va más allá de sus estudios de medicina, y que entronca más con la esplacnofilia de Jeffrey Dahmer. Y hay un deseo de Carlos, oculto entre líneas pero diáfano en el título, de llegar a ser un animal. Un perro. Uno de esos para los que la existencia es el instante, el momento presente, y que se sienten plenamente sintientes aunque se pasen la vida aullando a la noche. O quizás justamente por ello.