Siempre me llamó la atención el personaje de Zenobia Camprubí, aun cuando sabía bien poco de ella. Recuerdo que hace años visité la Casa Museo Zenobia Juan Ramón de Moguer y me intrigó la figura de una mujer que parecía de otro mundo y a la que sin embargo se la sentía tan cercana como ocurre en esa casa. Esa curiosidad se acrecentó cuando vi el título de esta obra: Zenobia Camprubí. La llama viva, porque alguien de cuya biografía se puede decir algo como “la llama viva” debe sin duda ser interesante. Así que me lancé a la lectura de éste libro de Emilia Cortés con la mejor de las disposiciones, pero ni siquiera con ese ánimo positivo estaba adecuadamente preparado para asumir el impacto de conocer a un personaje tan fascinante como Zenobia, una mujer tan adelantada a su tiempo que probablemente cambió ese tiempo para quienes tuvieron el privilegio de conocerla, tan polifacética y atractiva que resulta difícil resumir sus méritos en un texto de naturaleza breve como debe ser una reseña. Créanme, la llama no solo esta viva sino que aun quema, y merece la pena adentrarse en ella porque no tiene la historia de nuestro país muchos personajes tan asombrosos y especiales como ella.
También me resulta extremadamente gratificante encontrar un libro con una Z enorme en la cubierta y que no se trate de una delirante distopia más sobre zombies, pero eso ya son cosas mías, no me hagan mucho caso.
Su modernidad no sorprende tanto si consideramos sus raíces estadounidenses, créanme que desconozco si había muchas personas en la España de finales del siglo XIX y principios del XX que tuviese vida, casa y familia en Nueva York, pero considerándola así se corre el riesgo de pensar que se trata de una americana (en realidad no obtuvo la nacionalidad estadounidense sino en la última etapa de su vida) que vivió en nuestro país según las costumbres de su país natal, pero Zenobia Camprubí. La llama viva nos descubre a una mujer profundamente católica, de valores tradicionales que supo conjugar en su vida ese amor por sus principios con su amor por el poeta y su espíritu inquieto y talentoso, y lo que tal vez sea más sorprendente, su faceta de emprendedora, los negocios que puso en pie que no eran solo tales sino que servían de embajadores de la artesanía y la tradición cultural españolas en Estados Unidos.
Con sus azares y sus vaivenes, Zenobia venía de una familia acomodada y disponía de una herencia que le garantizaba unos ingresos que deberían haberle garantizado una existencia apacible en ese aspecto, sin embargo la forma poco profesional en que se gestionaban los fondos y esa extraña mezcla entre el cariño familiar, la noción del honor y el manejo del patrimonio, hizo que nunca fuera así y que su matrimonio siempre estuviese marcado por una cierta tensión entre el compromiso artístico y humanitario, por un lado, y las apreturas económicas por otro. Aunque me he preguntado a menudo su esas dificultades no se debían en gran parte a la gran actividad que mantenía ya que es frecuente leer en su biografía cómo le preocupaba la ausencia de un dinero que a menudo se gastaba en los demás.
Fue Zenobia una mujer buena, leída Zenobia Camprubí. La llama viva no se me ocurre una forma mejor de definirla. También diría que pese a haber vivido una vida apasionante, no fue una persona especialmente afortunada. Zenobia amó, y amó mucho, pero ese amor por el poeta si bien era correspondido no siempre le proporcionó la felicidad que merecía, especialmente al final. Fue también una mujer entregada a sus causas, al bienestar de los niños, a ayudar a sus familiares y amigos y, sobre todo, a la obra y a la persona de Juan Ramón, que no habría sido lo que fue sin ella, sin ningún género de dudas.
Si resultaría admirable su biografía independientemente del contexto en el que vivió, lo es mucho más si tenemos en cuenta que la España en la que vivió no era un prodigio de modernidad ni un campo especialmente fértil para que las mujeres desarrollaran una actividad profesional o vieran reconocido su talento. Ella logró ambas cosas, aunque lo del talento probablemente sea más visible a día de hoy. En aquella España a las mujeres de buena cuna se les reservada una labor más caritativa que filantrópica que se centraba en roperos y mercadillos, pero incluso en eso dejó ella su huella y su visión nuevamente adelantada a la de sus compañeras.
Zenobia Camprubí. La llama viva también nos muestra su faceta literaria, y no sólo en lo que tuvo de de colaboradora imprescindible de Juan Ramón, sino en lo que de su obra propia, a la que pronto renunció en favor de la de su marido (y no tanto porque fuera de su marido sino porque la consideraba mejor, una causa noble) y también como traductora, singularmente de Tagore.
Y no menos impactante resulta la descripción de su vida en común con Juan Ramón Jiménez, las dificultades que tuvo que afrontar, especialmente al final, como antepuso el bienestar de él a su propia salud y cómo de complicada se hizo al final la convivencia con alguien devorado por sus propias obsesiones. Uno lee de los problemas psicológicos del poeta y no puede sino admirarse no sólo de la entrega con la que Zenobia, Zenobita en este caso, le cuidó, sino que es legítimo peguntarse cómo habría sido su vida sin ella, porque no cabe duda que logró espantarle los fantasmas durante una gran parte de su vida, hasta que la edad y las circunstancias los hicieron demasiado fuertes.
Pero no quisiera que se acercaran a Zenobia por lo que fue en relación a Juan Ramón, por mucho que sea de justicia considerarlos como un todo, como ellos mismos hicieron, la biografía de Zenobia resultaría igual de apasionante si en lugar de con nuestro poeta premio Nobel se hubiese casado con un aristócrata, un tratante de ganado o un artesano, o si no se hubiera casado en absoluto (antes de hacerlo definió su visión del matrimonio de forma que sin duda habría firmado Jo March). No me cabe duda de que habría encontrado la forma de hacer grandes cosas en su vida si esta hubiera sido diferente. Zenobia merece que se acerquen a ella por ella misma como la persona fascinante que fue.
Andrés Barrero
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