La subasta del lote 49, de Thomas Pynchon
Una amalgama de paranoia y humor ácido, de conspiraciones y desintegración social y personal, habitada por personajes tan inverosímiles que parecen de carne y hueso.
En 2003, el más influyente gurú de la literatura norteamericana, el prestigioso y en ocasiones polémico Harold Bloom, afirmó que, en su opinión, había cuatro escritores estadounidenses en activo que “merecen nuestro halago”. Los afortunados eran –y son– Philip Roth, Don DeLillo, Cormac McCarthy y Thomas Pynchon. (Me pregunto si el motivo por el que Paul Auster no forma parte de un club tan exclusivo es simplemente que vende muchos libros o si, por el contrario, existen razones de mayor calado literario que a mí se me escapan, pero esa es otra cuestión.)
Por aquel entonces, guiado por estúpidos prejuicios, yo apenas prestaba atención a la literatura norteamericana contemporánea; no concebía que en un país donde la gente llevaba sombrero de vaquero por la calle y adornaba sus automóviles con cornamentas de vaca pudieran escribirse novelas comparables a las de los autores latinoamericanos o europeos.
Por suerte, una de las virtudes de la lectura es que resulta ser un remedio muy eficaz contra la ignorancia y yo, gracias a Dios, estoy mucho mejor de lo mío; en los últimos años he disfrutado en varias ocasiones de Auster y de los tres primeros integrantes del “cuarteto magnífico” de Bloom, y con ellos (y con otros menos conocidos, pero igualmente merecedores de reconocimiento) he descubierto una narrativa que no tiene nada que envidiar a las que ya conocía y que, además, nace de planteamientos completamente distintos. Solo me faltaba leer a Pynchon. Hasta hoy.
Hacía tiempo que me apetecía leer a Thomas Pynchon, aunque sólo fuera para darle completamente la razón a Bloom. Sabía que sus libros derrochan imaginación y creatividad y que su lectura es compleja y apasionante. Me iba acercando a su obra poco a poco, en círculos concéntricos, sin decidirme, pero sin perderla de vista. Así que cuando se cruzó delante de mí La subasta del lote 49 lo perseguí, como Alicia siguió al conejo y al asomarme a su portada, al igual que en el cuento de Carroll, caí en el País de las Maravillas de Pynchon; Pynchonland.
Un País de las Maravillas californiano y portentoso, desaforado y mágico, y mucho más demencial que el de Carroll… pero acabo de empezar y ya me doy cuenta de que, por mucho que me esfuerce, con mis palabras no voy a ser capaz de contarles cómo es Pynchonland; allí el único guía acreditado es el propio Pynchon. Es más, corro el riesgo de que, descrito por mí, ese universo fabuloso y abigarrado parezca poco más que una burda patochada, una boutade sin sentido ni gracia.
Todo comienza cuando Edipa Maas –ya verán que incluso los nombres de los personajes se mueven entre lo posible y lo inverosímil, entre el chiste y la metáfora– regresa a casa después de una reunión de Tupperware y se encuentra con que ha sido nombrada albacea del testamento de un antiguo amante suyo, Pierce Inverarity, un acaudalado especulador inmobiliario. Completamente ignorante en materia de testamentos, esta resuelta ama de casa se despide de su marido, Wendell Mucho Maas, y se dirige a San Narciso (una imprecisa y levemente alucinógena localidad de la costa californiana, propiedad de Inverarity casi en su totalidad) para trabajar junto a los abogados de Warpe, Wistfull, Kubitschek & McMingus en la tasación de la herencia del finado.
Pero pronto Edipa va a descubrir que el legado de Inverarity oculta muchos misterios, y poco a poco se irán sumando señales de que una perversa y centenaria organización secreta mueve en la sombra los hilos de todo lo que la rodea. Un descubrimiento (que más que de una investigación de los indicios nace de una especie de revelación) que sería aterrador si no fuera porque se trata de una organización ¡postal! clandestina dispuesta a todo para combatir a la red estatal de correos.
Chocante ¿no? Ya les advertí que sin el genio fabulador de Pynchon el argumento puede sonar absurdo. Lo mejor sería que olvidasen todo lo que les he contado y leyesen la novela, así comprobarían cómo el autor obra el milagro de darle a todo lo anterior –y a muchas más historias– sentido, gracia e, incluso, profundidad.
¿Y quién es Thomas Pynchon, qué sabemos de él que nos ayude a desvelar su truco? Pues me temo que se trata de uno de esos escritores secretos, como Salinger o Traven, así que poco se puede decir sobre su biografía. Se da por cierto que nació en Long Island en 1937. Se cree que estudió física e ingeniería en Cornell y después se pasó al curso de literatura que impartía Vladimir Nabokov en aquella universidad, pero su expediente académico, como su ficha del ejército, han desaparecido. Circulan un par de fotos suyas de cuando era un adolescente y sólo ha aparecido una vez en televisión, con el rostro difuminado, como los testigos de un delito o los soplones de la Mafia. Cuando le concedieron el National Book Award en 1974 por Arcoíris de gravedad, envió a un cómico a recogerlo en su lugar. Eso es todo; en ausencia del autor, dejemos que sea su obra la que hable.
Las novelas de Pynchon son imaginativas y complejas, tanto en su estilo como en su estructura –aunque La subasta del lote 49 es una de las más breves y lineales–. En ellas el autor combina elementos radicalmente opuestos, como si cada uno de ellos necesitase estar unido a su negativo para cobrar sentido (no un sentido estrictamente racional, sino también emocional y místico).
Pynchon toma la alta cultura (haciendo gala de tal erudición que en ocasiones es difícil distinguir lo real de lo inventado) y lo kitsch, la termodinámica y la superchería, lo subterráneo y lo etéreo y, como si de un descendiente posmoderno del doctor Frankenstein se tratara, construye con esos miembros un monstruo terrible y bello y le insufla vida y consciencia.
Y en esta amalgama de paranoia y humor ácido, de conspiraciones y desintegración social y personal, personajes tan inverosímiles que parecen de carne y hueso se mueven según los dictados de una lógica que les supera y se dejan llevar, al igual que el lector, por una incontenible marea de creatividad, por una epifanía lisérgica. Es Pynchonland, un universo que cuando uno está a punto de aprehenderlo se desdobla en otros mil más, el País de las Maravillas de la literatura contemporánea.
Al final, terminado el libro, es inevitable plantearse si significa algo: ¿es una broma o una alegoría? La subasta del lote 49 es un libro divertido, entre otros muchos adjetivos que se me ocurren, pero sería simplista considerar que no es más que una humorada del autor. Sin embargo, tampoco me parece que se trate de una alegoría; no creo que existan claves ocultas y yo, desde luego, no he tratado de buscarlas. Si no pretende decirnos nada, ¿por qué entonces se ha molestado el autor en construir semejante artificio? Para mí, el autor ha necesitado reinventar el mundo y la historia para dar cabida al descomunal ejercicio creativo, estrambótico y demencial que es La subasta del lote 49.
Al final, el País de las Maravillas de Carroll se tornó en pesadilla y Alicia tuvo que huir de allí. Para su alivio, todo había sido un sueño. En cambio, yo estoy deseando volver a Pynchonland, perderme en sus laberintos y, si en posible, enloquecer un poco, como sus habitantes.
Javier BR
javierbr@librosyliteratura.es
Leyéndote me dan ganas de adentrarme también en ‘Pynchonland’, pero antes tengo aún pendiente a Delillo.
Un saludo.
Uf… difícil elección, Iván. Los dos son imprescindibles.
Gracias por tu comentario.
Me recomendaron en conjunto a Bernhard y a Pynchon. Por una cuestión de gustos me quedo con Bernhard. Pero Pynchon no está atrás para nada, ambos son complejos. La recomendación estaba ligada a Nabokov, en un estilo “similar”.
La subasta del Lote 49 es una novela sumamente original, muy única. Es un universo en si mismo, la escritura de Pynchon.
Yo estaba leyendo esta novela mientras vos hacías esta reseña. No lo podría haber hecho tan bien como vos, desde ya. Excelente.
Coincido con Iván…¿DeLillo o Pynchon?…¿Pynchon o DeLillo?. No se…no se…
Lo que voy a hacer es dejar de leer tus reseñas. Son tan buenas que siempre me pica el gusanillo de todos los libros que reseñas, xDDDD
Saludos
Me resulta curioso ese “salto” desde Nabokov a Bernhard y a Pynchon, tres escritores tan sumamente distintos (aunque imprescindibles los tres). Los tres comparten la complejidad y la riqueza en la lectura, y Nabokov y Pynchon un cierto gusto por lo absurdo y un fino sentido del humor. Y poco más. Yo sería incapaz de elegir.
Muchas gracias por tu comentario, Rosario. (Y respecto a que tú no serías capaz de hacer la reseña tan bien, te agradezco tu amable mentira, jaja, aunque sea tan evidente.)
Como le comentaba a Iván, la elección es difícil, pero si me viera obligado a hacerla… Pynchon. Como dice Rosario, sus libros son universos en sí mismos.
Gracias por tu comentario.
Definitivamente dan ganar de leer a este autor; no leí a ninguno de los mencionados al principio, pero me sobra tiempo para ponerme al día; yo también tenía esos estúpidos prejuicios contra los escritores de EEUU, pero se me fueron al leer a Hermingway. Hermosa tu reseña, muy completa y sobre todo bien escrita. Saludos!
Pues si no has leído a ninguno de esos escritores te nimos a que los pruebes, Roberto. Todos están reseñados en Libros y Literatura (perdón por el momento comercial) y cada uno es completamente distinto de los demás.
Un saludo.
Acabo de terminar este libro y creo que para leerlo es necesario tener un diccionario a la mano. Mi sensación al final es que necesito volverlo a leer, en muchas parte quede perdido, a veces sentía rabia con el escritor porque sentía que se burlaba de mi, crando estrofas confusas y usando palabras muy rebuscadas. No sé si tenga que volverlo a leer, o la sensación de todos es la misma al final. ¿Qué me recomienda lo inicio de nueo o paso a un nuevo libro que encontré llamado Relatos William Faulkner?
Anderson, ante todo, disculpa por la tardanza en responder. La verdad es que las novelas de Pynchon tienen tal densidad de dobles significados, referencias culturales y códigos personales que se agradecería la existencia de un diccionario. De todas formas, no creo que no disponer de él que sea un inconveniente para disfrutar de su lectura. Lo que sí es inevitable es esa sensación de que el autor ha jugado con el lector, no para burlarse de él, sino como una especie de prestidigitador que da a sus trucos un aire de broma.
En definitiva, si quieres mi opinión, yo lo releería, pero dentro de un tiempo.
Respecto a Faulkner, no he leído los relatos, pero sí varias de sus novelas y todas son extraordinarias. Eso sí, tampoco es una lectura sencilla.
Saludos, y gracias por tu comentario.